Domingo, 18 de marzo de 2007. Año: XVIII. Numero: 6300.
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CUATRO AÑOS DE GUERRA EN IRAK / El fin de la convivencia
El horror continúa, los ataques se sofistican
Cuando Bush declaró el fin de las hostilidades no hubo odio entre los iraquíes, pero hoy todo ha empeorado
MONICA G. PRIETO. Especial para EL MUNDO

La calle 14 de Ramadán, en el elegante barrio bagdadí de Mansur, rebosaba vida hace cuatro años. Los críos correteaban mientras los adultos, hombres y mujeres, suníes y chiíes, enarbolaban sin interés las fotografías de Sadam distribuidas por el régimen para participar en una de las pocas manifestaciones toleradas, una mascarada con fondo de convicción.

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Habían sido convocados a marchar contra la guerra el mismo día en que medio mundo protestaba en las calles. En Irak muchos lo hacían a regañadientes, deseosos de librarse de 30 años de tiranía pero temerosos de otro conflicto. Creían no tener nada que perder tras 13 años de sanciones. Nadie podía esperar que la intervención que muchos creían el principio de una vida mejor se convirtiera en una guerra civil que, en sus albores, se cobra miles de vidas cada mes.

Los bombardeos contra Bagdad, con toda la conmoción y espanto que revistieron, pueden considerarse ahora una mera anécdota. Hoy, por ejemplo, 14 de Ramadán es una calle fantasma, como el resto de la capital. Hoy es impensable que suníes y chiíes se miren a la cara si no es para dispararse, es imposible que ambos se manifiesten juntos y es inimaginable ver a mujeres solas o vistiendo al estilo occidental, como ocurría durante la dictadura.

Lo rutinario son los atentados masivos, aunque la insurgencia va sofisticándose. Ayer, dos ataques suicidas en Faluya en los que se utilizó gas cloro provocaron dos muertos y que 350 personas resultaran intoxicadas. En otro atentado cerca de Ramadi también se usó una bomba que liberó gas cloro. Este gas fue usado en la Primera Guerra Mundial, pero su utilización en ataques guerrilleros tiene una repercusión particular para los iraquíes: Sadam utilizó armas químicas contra los kurdos en la década de los 80.

¿Qué ha pasado para que los mismos que hace cuatro años rechazaban aclarar a qué secta del islam pertenecían -«eso no importa, todos somos iraquíes», decían- se maten entre ellos?

Durante la invasión, pocos lucharon por el rais. El día después de la caída del régimen podían verse por las calles los uniformes abandonados de la Guardia Republicana, la élite, y las insignias de los militares que se ampararon en el anonimato civil. La guerrilla urbana no se activó porque nadie quería morir por el tirano. Pero si a Sadam le fallaron los planes, a EEUU también. Bush estaba tan convencido del apoyo de los iraquíes que se planteó enviar miles de banderas estadounidenses para que los ciudadanos las ondearan durante la entrada de las tropas, emulando la liberación de París.

El «nuevo régimen»

Nada más lejos. Irak se entregó al invasor con resignación y una endeble esperanza que se vería defraudada en las horas sucesivas. Los saqueos de hospitales e instituciones como la Biblioteca Nacional o el Museo Arqueológico se produjeron ante la pasiva mirada de los soldados aliados, que sólo protegieron el Ministerio del Petróleo, el de Interior y el Banco Central. A Donald Rumsfeld el pillaje le pareció legítimo: «Esas cosas ocurren. La gente libre es libre de cometer errores, de cometer crímenes y de hacer cosas malas». A los iraquíes no les gustó esa libertad. Entendieron que su bienestar no era el motivo de la invasión y se dispusieron a sobrevivir al nuevo régimen.

El 1 de mayo de 2003, Bush declaró el fin de unas hostilidades que no habían hecho más que empezar. Once días después llegaba el nuevo administrador, Paul Bremer, quien adoptaría dos decisiones clave para el actual infierno: disolver las Fuerzas de Seguridad, dejando Irak a merced de la delincuencia y de los yihadistas extranjeros, y prohibir a los miembros del Baaz (de obligada militancia para millones de suníes) trabajar en puestos públicos, desatando la huida de miles de profesionales y el enfrentamiento sectario.

Mientras, EEUU lanzaba redadas y arrestaba a miles de personas que terminaron en penales tan infames como Abu Graib. La resistencia suní, pionera en la lucha contra la ocupación (que no por Sadam), ganó adeptos al tiempo que lo hicieron Al Qaeda y las milicias chiíes. En agosto de 2004, un suicida destrozaba la sede de la ONU matando a 22 personas, entre ellas el enviado especial Sergio Vieira de Mello. Diez días después, un coche bomba mataba en Nayaf al ayatolá chií Mohamed Baqer al Hakim y a 82 personas más. Fue el inicio de los atentados masivos de hoy.

Al principio no hubo odio. En 2003 y 2004, los suníes combatieron junto a los chiíes del Ejército de Mahdi, de Muqtada al Sadr, pero una vez que éste se integró en el Gobierno, aquéllos se sintieron traicionados. Tras las masacres de Faluya, los grupos suníes se aliaron con la Al Qaeda de Zarqaui.

Desde su aparición, EEUU ha culpado a Zarqaui de todos los ataques suicidas. El atentado contra la mezquita de Samarra, uno de los más graves por su simbolismo, fue, por ejemplo, obra de profesionales. El diputado suní Meshaan al Juburi considera que los mercenarios extranjeros -120.000 en Irak- podrían estar tras algunos de ellos; otros son sin duda obra de los yihadistas que se entrenan en Irak y que en el futuro exportarán, gracias a EEUU, el terror a todo el mundo.

El objetivo sólo puede ser la guerra civil. Los barrios suníes y chiíes se intercambian morteros, los escuadrones de la muerte secuestran y torturan, las violaciones son un nuevo arma de guerra. Las facciones chiíes han comenzado a luchar entre ellas, y los suníes se han dividido entre los partidarios de Al Qaeda y sus detractores, hastiados de sus métodos, hasta el punto que el grupo de Zarqaui está siendo expulsado de la provincia de Anbar por las tribus suníes.

Aunque el Gobierno lo llama brote de violencia sectaria, el conflicto es un hecho que derivará en la partición de Irak. La población vive entre el shock traumático y la crisis humanitaria. Cuenta Riverbend en su blog Bagdad en llamas que los iraquíes están convencidos de que EEUU no ha cometido errores hasta abocar al país a la guerra civil, sino que ése era el plan desde el principio. El objetivo podría ser la ecuación del neoconservador Daniel Pipes: «Cuando los suníes apuntan a los chiíes y viceversa, es menos probable que los no musulmanes salgan heridos».

En cuatro años, 3.500 estadounidenses han muerto, el mismo número de iraquíes que muere cada mes en Bagdad. Dos millones y medio han huido y se espera que este año lo haga otro millón. El resto se quedará en Irak, esperando su liberación.

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