Domingo, 18 de marzo de 2007. Año: XVIII. Numero: 6300.
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 OPINION
EL PURGATORIO DE LOS LIBROS
El fantasma monárquicovaga todavía por Europa
MARTIN PRIETO

Panfleto contra la monarquía

Autor: J. L. Rodríguez García. / Editorial La Esfera de los Libros, 2007.

El hijo de Isabel II, Alfonso XII, entraba en Madrid sobre un caballo blanco, para la restauración borbónica, abriéndose paso entre un gentío alborozado. Un chulapón hacía volatineras frente al caballo y el Rey le abordó: «¿Estáis contentos, no?». «Sí, majestad, pero no sabe usted la que armamos cuando echamos a la punta de su madre». El Rey debió quedarse del color del caballo ante la lección política que le daba el gañán. Y bajo el tardofranquismo manifestaciones toleradas de jóvenes falangistas coreaban por las calles: «Que no queremos/ reyes idiotas/ que no sepan gobernar/. Lo que queremos/ e implantaremos/ el Estado sindical/ ¡Abajo el Rey!».

No tenemos partidos monárquicos, y el PP lo es tanto como el PNV, limitándose todos a referirse a la Constitución. Bien es cierto que los republicanos están en el Ateneo de Madrid, dejándose las pestañas, y que a García Trevijano le han mandado al Aventino, pero no es menor verdad que los monárquicos no están en la política, los libros, los medios de comunicación, las cátedras, emergiendo en solitario el gran Anson. Esta sociedad es monárquica pasivamente, mansuetamente, por temor a que la mudanza del Estado conlleve inestabilidad y desequilibrios. Tal es así que nos hemos bautizado de juancarlistas, que es un caudillismo y rompe el rosario dinástico. Todavía resuenan en las escaleras del palacio de Buenavista las palabras del general Prim: «¡Borbones, jamás, jamás, jamás!».

J. L. Rodríguez García es catedrático de Filosofía en la Universidad de Zaragoza y lleva publicada una nutrida obra sobre el conocimiento de la modernidad. Edita ahora este Panfleto contra la monarquía. Sobre la inutilidad de los reyes, reclamándose de los grandes panfletistas alemanes y franceses pero huyendo del pasquín. Trata con suavidad a Juan Carlos I, pero le objeta. El 23 de febrero de 1981 es una fecha clave en nuestra moderna democracia pero más lo es para el Rey que se vio investido de un aura salvadora. Rodríguez García escribe: «¿Y el Rey, jefe supremo de las fuerzas armadas? A lo que parece, ni se entera... Todo le vendrá encima como un accidente. Una de las incógnitas es la actitud del Rey. Es curioso que en las declaraciones de los jefes militares casi todos mencionan que están a las órdenes del Rey, pero muy pocos son los que dicen que lo que quieren es defender el orden constitucional o la democracia. Y ponerse a las órdenes del Rey no es estar en contra del golpe. (...) Darle tiempo a Su Majestad y a sí mismos para que la situación se aclare. Dicho sin ánimo de guasa, la prudencia borbónica debió afilarse en las interminables horas que pusieron en vilo las confianzas democráticas».

El autor cita unas declaraciones de la Reina a Pilar Urbano, que no conozco en el sentido de que Don Juan Carlos mantuvo durante aquellos sucesos una actitud deliberadamente ambigua y que hizo creer a los sublevados que estaba con ellos. Yo sostengo la tesis de que el Rey, como buen Borbón, le dice a todo el mundo que sí, y en una reunión en Valencia con Milans del Bosch, éste debió mostrarle su alarma por la situación política y la necesidad de tomar medidas drásticas. El monarca asintió como siempre y el gallo militar creyó que tenía permiso real. Si no, no se entiende el cabreo de Milans durante su juicio. Da igual el pensamiento del Borbón. Su aparición mediática consolida entre la multitud el imaginario monárquico. Las masas se sienten salvadas, ahí está él ungido por la Providencia, sabio y prudente obstaculizando las maniobras insensatas de los nostálgicos del franquismo. Y lo hace él educado a la sombra del dictador y su heredero institucional.

Los revolucionarios franceses de 1789, Marat, Robespierre, el marqués de Sade, Saint-Just conforman el macizo de este panfleto que recuerda, para nuestro coleto, el absurdo de la inviolabilidad del Rey que deteriora la razón monárquica. Hoy no admitiríamos el «por la gracia de Dios» pero persiste la elevación del monarca hasta convertirlo, paradójicamente en un irresponsable. Los reyes portugueses asisten a una corrida de toros en Belém mientras se produce el terrible terremoto de Lisboa y de nada se enteran. Chamfort escribe: «Me gustaría ver al último rey colgado del último cura».

Rodríguez García recorre también la imaginería infantil desde Perrault a Disney que junto a los Hermanos Green y Anderson son los más granados heraldos del imaginario monárquico. Siempre hay un príncipe que salva a la doncella de sus cuitas, y en nuestros días el Rey León es capaz de fusionar fuerza y orden en función de la dinastía. Curiosamente estos cuentos nos han llegado bien pulidos de sus excrecencias sadomasoquistas, incluido el canibalismo de la reina malvada de Alicia en elpaís de las maravillas que pone en circulación una reina que sin venir a cuento pide constantemente «que les corten la cabeza»,amparada en el absolutismo de un rey juez.

Es un milagro que sobrevivan hoy 10 monarquías en Europa. «El olvido del fantasma monárquico es la exigencia primaria de la auténtica vida política: si el hombre sólo comienza a ser libre cuando se desvanece el celo de las divinidades, entiende que el hombre sólo comienza a ser un sujeto político cuando su virtud misma se libera de la soberbia dorada de los poseedores del cetro». Volvemos a Ortega: Delenda est Monarchia.

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