Lunes, 19 de marzo de 2007. Año: XVIII. Numero: 6301.
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CRONICA HISTORICA
Un patriarca de segunda instancia
Sant Josep sustituyó a Sant Joan como patrón de los carpinteros en el en el siglo XVI / El 19 de marzo la tradición llevaba a las familias barcelonesas a pasear hasta Pedrables para merendar el famoso requesón con crema
ROGER JIMÉNEZ

José, Josep, Pep, Josefa, Fina, Pepita, es el nombre más extendido en Cataluña tanto entre los hombres como entre las mujeres -«De Joseps, Joans i ases, n hi ha per totes les cases», dice el proverbio.Sin embargo, el santo patriarca, padre putativo de Jesús, permaneció semiolvidado durante mucho tiempo por la Iglesia occidental, que no le concedió la importancia que merecía de acuerdo con su categoría. Su devoción no empezó a adquirir cierta trascendencia hasta el siglo XIII, de ahí que resulte difícil encontrar leyendas o tradiciones relativas al esposo de María, a quien la voz popular ha mantenido en una cierta marginación.

El oficio de carpintero lo tiene como patrón desde el siglo XVI, aunque antes había venerado a Sant Joan por razones circunstanciales.Esta actividad estaba considerada como peligrosa debido a la combustibilidad de la madera, y la normativa municipal obligaba a los carpinteros a trabajar en la playa, próximos al mar y en despoblado. La mayoría lo hacía cerca de la futura estación de Francia y del antiguo convento de las monjas de Santa Clara, que se levantaba donde hoy se encuentra la entrada al parque de la Ciutadella. El gremio solía celebrar las reuniones en la sala abacial de la comunidad, donde había una imagen de Sant Joan, a quien decidieron elegir como patrón. Más tarde, pensaron que era más indicado Sant Josep, que había sido uno de los suyos.

El gremio de carpinteros disponía de altar propio en la catedral, donde conservaron como reliquia un cepillo que la tradición afirmaba que había pertenecido al santo. Esta herramienta fue expuesta a la veneración pública hasta finales del siglo XIX, cuando el obispo Català decidió privarla del culto. Hubo un tiempo en que los gremios, hermandades y cofradías, para acreditar que los afiliados estaban al corriente de pago de las cuotas les entregaban una estampa del santo patrón del organismo con el nombre del agremiado manuscrito por el cobrador. Era costumbre enganchar en la pared de la tiendas y talleres las estampas, que cambiaban de color cada año.

En 1890, el papa León XIII decretó festivo el 19 de marzo, una pausa que rompía el rigor del periodo cuaresmal. Una de las notas típicas era la pastelería casera hecha con leche, requesón y crema. A comienzos del siglo XIX empezaron a aparecer tenderetes de requesón en diversos puntos de la ciudad. El hecho de que los productos artesanales de la fiesta tengan como ingrediente obligado la leche tiene su explicación es el periodo del año en que se recoge de las vacas y ovejas. La crema y el requesón son reminiscencias de las ofrendas primigenias de leche dedicadas a viejas divinidades. En el desayuno se untaba el chocolate con «mitges cuernes», una especie de hojaldre en forma de media luna y propio de la estación fría. Por Sant Josep se inauguraba la temporada estival con ensaimadas y melindros. A medio día era obligado empezar a comer a la una menos cuarto con una buena olla de las «cuatro órdenes mendicantes», es decir, con carne de ternera, de cabrito, de puerco y de gallina, así como una buena pelota. La habitual col y patata se sustituía por garbanzos y apio, y en la sopa eran obligados los macarrones. Venía después pollo con salsa y todo se acompañaba de olivas y anchoas. Como tercer plato, lomo o butifarra fritos con tostadas. Los postres de rigor consistían en el requesón, que era servido adornado con flores de papel. Se bebía vino de la costa, preferentemente el de Calella. Los hombres tomaban café; las mujeres, no.

Las mujeres estrenaban los meriñaques, tan típicos de la moda femenina entre 1860 y 1870 y que tantos motivos ofrecieron a la caricatura y a la literatura festiva. Por la noche, los hombres acudían al teatro en tanto que las mujeres, por temor a pecar, se quedaban en casa y rezaban para salvar a los familiares que habían salido a divertirse. Otra licencia consistía en reunirse en tertulias y entregarse al baile acompañados sólo por música de piano, ya que otra habría sido considerada sacrílega. Después del baile se hacía una función en familia, y en el teatro de marionetas se solía poner en escena «El patriarca José» o el «Redentor del desierto». Mediante las sombras chinescas se representaba «El domador de fieras», con un desfile de animales trazados con las manos.

Muchas familias, después de comer, iban caminando hasta Pedralbes para tomar el sol y merendar en casa de la Serafina, muy próxima al viejo convento, que tenía fama de elaborar unos requesones de sabor tan excelente como excepcional. El requesón, que tanto renombre dio al monasterio de Pedralbes, lo hacía una monja barcelonesa llamada Antonia Carrió, hija de un hortelano del Hort d'en Murlà, que se extendía junto al viejo monasterio de Sant Agustí, entre las calles del Hospital y de Sant Pau. La religiosa encontró una fórmula para conferir al requesón un sabor tan exquisito, y se la confió al hortelano del convento.

Hacia el año 1845 se introdujo la costumbre de celebrar este día bailes de disfraces llamados de «piñata», un término tomado prestado del italiano. En el centro de la sala de baile se colgaba una gran piña de cartón, que era una caja de la que salían cintas de colores. Al tirar de ellas se rompían, excepto una, más larga y resistente y que accionaba un resorte que abría la caja. La mujer que acertaba con la cinta era elegida reina de la fiesta y podía elegir pareja de baile. Del interior de la caja salían palomas y una gran cantidad de golosinas.

Tal día como hoy solían partir los peregrinos que iban a Roma a pie por devoción, por penitencia o por algún voto. Solían invertir unos dos meses y medio en el viaje, hacían unas dos o tres horas de camino cada día, con muchas paradas. Se quedaban unos dos meses en Roma e invertían en el regreso el mismo tiempo que en el viaje de ida, de modo que coincidía con la festividad de San Miguel, a finales de septiembre. Los peregrinos iban a oír misa a la iglesia de Sant Josep, en la Rambla, después visitaban la imagen del arcángel San Rafael, protector de los caminantes, en la parroquia de Santa María del Mar, y desde allí se dirigían al Portal Nou, de donde salían en medio de una multitud que acudía a despedirlos.

Los peregrinos se servían de unas guías pintorescas que marcaban las distancias por horas entre Barcelona y Roma. Hasta finales del siglo XVIII, en que comenzaron a imprimirse, eran manuscritas y se las copiaban unos de otros. Según estas guías, había 322 horas de viaje entre ambas ciudades, e introducían observaciones a lo largo de la ruta.

En Valencia la nota más característica del costumbrismo son las fallas, un laborioso ritual que se ha convertido en un motivo de atracción internacional por su exuberancia y exhibicionismo.Pero ésta es otra historia.

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