JULIO MIRAVALLS
Para los españoles fue el pirata Drake. Un hombre que amargó a Felipe II el último tercio del siglo XVI, atacando a sus barcos por los siete mares a bordo de su Golden Hind, asaltando y saqueando Valparaíso, Cartagena de Indias, Panamá, Cádiz, La Coruña y las islas Canarias. Para los ingleses, sin embargo, fue Sir Francis Drake, vicealmirante de su graciosa majestad Isabel I, el primer británico que divisó el Pacífico y circunnavegó el globo y un valiente defensor ante la Armada Invencible.
La frontera de la piratería puede ser una difusa línea que depende de la perspectiva desde la que se mira. Para las grandes multinacionales, es un territorio etéreo entre la innovación, la democratización de la red, la rapiña y los enormes pleitos. Para los pequeños gobiernos es una página del BOE con nuevos impuestos. Y para el ciudadano de a pie, otra forma de pagar por las cosas. Convertirse en pirata podía ser, en tiempos de Drake, una forma casual de huir de un mal paso. Pero luego hacía falta estómago para aguantar atrocidades. Es la diferencia que tiende a ignorar la autoridad: no es lo mismo pillar una canción, o escanear unas páginas, que fundar una industria de la copia y el top manta. Pero todo el que sea sorprendido bajo la bandera negra en el mar de los bits será colgado de una entena, aunque jamás haya visto un abordaje. Y cualquiera que se acerque a sus playas será obligado a pagar una patente de corso que no le autoriza a nada.
El macropleito de Viacom contra You Tube por el robo masivo de películas y series, que son colgadas por ciudadanos anónimos, viene a ser una reedición de la persecución a Napster, la primera gran isla del tesoro en la que millones de internautas intercambiaban sus collares de cuentas, mientras un tipo listo se hacía rico. Aquello del P2P era como una utopía informática: todo el que se conectaba en busca de una canción se convertía en parte de la flota y, mientras él encontraba su deseo, otros podían estar a su vez copiando lo que hubiera en las bodegas de su disco duro. El negocio lo hacía el creador del sistema, el innovador Shawn Fanning.
Las industrias de la imagen y la música tendrán que saltar al siglo XXI sin tutelas, pero mientras llega eso, el Gobierno español se da hasta el día 27 para fijar una compensación justa para los creadores, en lo que será un impuesto preventivo por si el comprador de una impresora o un escáner doméstico tiene la idea idiota de hacerse delincuente con una imprenta clandestina. No es tanto impuesto como multa previa. Se habla de 15 a 19 euros, para artículos electrónicos cuyos precios rondan los 50 o 60, lo que porcentualmente sería un impuestazo de lujo. Claro que, visto el auge de copiar vídeos a la red, vicio en el que ya puede incurrir cualquiera, acabarán pensando directamente en un nuevo recargo en el IRPF por cada miembro de la unidad familiar.
Volvamos al principio: para los ingleses, los auténticos facinerosos y malvados fueron el duque de Medina Sidonia y Felipe II, que llevaron a sus costas a la Invencible.
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