El nuevo álbum de Arctic Monkeys ya no es ningún secreto: suena recio, apresurado, cargado de energía adolescente, igual que ese Whatever people say I am, that's what I'm not que convirtió al cuarteto con acné de Sheffield en la revelación rock de la pasada temporada.
Suena igual pero más confiado, firme en lo que ya se sabe una fórmula de éxito, la de la reinvención del punk pop inglés de clase obrera. Todavía falta un mes para que se publique en todo el mundo Favourite worst nightmare, pero Arctic Monkeys ya lo han comenzado a echar a rodar.
El sábado, las 2.000 personas que llenaron la sala Razzmatazz de Barcelona asistieron a uno de los dos privilegiados ensayos (el próximo, en 10 días, será en Japón) que están sirviendo de antesala a la gira británica, seguida de un extenso tour por Estados Unidos, que arrancará el 9 de abril.
No hacía ni un año que habían tocado en el mismo recinto, justo cuando estaban acostumbrándose a la idea de que en pocos meses tenían que pasar de tocar en su garaje a llenar estadios gracias al millón de copias vendidas en un mes de su disco de debut, que les convirtió en un grupo de masas. Entonces eran cuatro niños recién salidos del instituto aún demasiado verdes; ahora parecen una banda de verdad. Una banda todavía por pulir, con vicios del amateurismo, pero más confiada y segura, firme sobre el escenario, sin miedo.
Frente a ellos, un público volcado, por momentos histérico. Nadie comprende el secreto de Arctic Monkeys -en esencia, cuatro niñatos de 20 años copiando a The Libertines, sus ídolos-, pero sea lo que sea, funciona. Tras dos temas de tanteo, canciones nuevas que sólo provocaron una escucha atenta y una reacción tímida, llegó el paroxismo con I bet you look good on the dancefloor: no es el Smells like teen spirit de Nirvana, pero provoca exactamente la misma adhesión irreflexiva, incluso una conexión generacional.
Arctic Monkeys han demostrado que enganchan al público que comienza a gastarse el dinero en conciertos justo ahora. Es el grupo para los jóvenes de entre 16 y 22 años -todos con sus all star a juego-, público que quiere canciones rápidas y breves, sin circunloquios innecesarios. Público que se sabía al dedillo todos los hits del primer álbum, y los coreaba como si les fuera la vida en ello. Público que cuando intuía que una canción era nueva respiraba hondo, consciente de que millones de personas estarían envidiando su situación.
¿Hay motivo para tanto desmadre? Objetivamente no. Que Arctic Monkeys hayan mejorado con respecto a hace un año -fruto de una gira 2006 intensa y un trabajo disciplinado- no significa que sean la mayor atracción en directo del mundo. Siguen siendo cuatro chavales sin glamour que visten polos comprados por mamá, la típica banda de instituto a la que la bola se les ha hecho demasiado grande.
Pero algo sí tienen Arctic Monkeys: frescura, descaro, la ingenuidad de quien sólo quiere hacer canciones, tocarlas para los amigos y disfrutar, sin darle mayor importancia. Con la diferencia de que sus amigos han pasado de una decena a ser millones. De ahí la timidez que transmiten: les sigue impresionando lo que tienen delante, aunque se hayan acostumbrando.
La próxima fecha en España ya no será ante 2.000 personas, sino ante 30.000: 21 de julio, Festival Internacional de Benicàssim, en calidad de cabeza de cartel. La locura. Como toda locura, fuera de la lógica, pero incontenible.