Lunes, 19 de marzo de 2007. Año: XVIII. Numero: 6301.
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Abrigamos muchos prejuicios si no dudamos, alguna vez, de todo en lo que hallemos la menor sospecha de incertidumbre (Descartes)
 OPINION
BAJO EL VOLCAN
El suicidio
MARTIN PRIETO

El padre de André Malraux asió un hacha con ambas manos y con el filo hacia sí abriéndose la frente como una sandía. Ante forma tan vikinga de suicidarse, y tanto voluntarismo, sólo cabe descubrirse respetuosamente. Cuando al hijo se le mataron en accidente de tráfico sus dos vástagos varones, dejó la política, la escritura, y se recluyó en el castillo de una marquesa, antigua amante, y se dejó extinguir en un suicidio pasivo enfundado en rasos y terciopelos. Hay quien sostiene que la tendencia suicida es hereditaria, pero parece poco científico.

Otros suponen que el suicida es un cobarde. Nada más lejos de la verdad. Paul Lafargue, un comunista tan atípico que escribió un panfleto alabando la pereza, casó con la hija de Carlos Marx, Laura, y concitaron de jóvenes su suicidio de viejos y vivieron por décadas con esa fecha de caducidad que cumplieron religiosamente. Vale aquello de «¡Perros, ¿queréis vivir eternamente?!». Arthur Koestler se mató junto a su esposa sana por una enfermedad de él sin que les agobiara otra cosa que el éxito. Pero la mujer, libremente, no quiso seguir sola.

Sorprende que en los países nórdicos europeos ahítos de desarrollo y atención social, donde los jubilados van a clases de violín o estudian español para leer El Quijote en versión original, sea tan alta la tasa de suicidios (España es la quinta en la Unión Europea). Psicólogos lo achacan a la falta de luz; los países meridionales con muchas horas de luz solar y mucha vida social en la calle serían, así, antidepresivos, envoltorios naturales de Prozac, Mutabase u Orfidal, la dieta mediterránea para la felicidad. No sé. Stefan Zweig, rico, celebrado en todo el mundo, sin problemas personales, se desnació en Río de Janeiro frente a la bahía de Guanabara, la más hermosa, límpida bajo una luz esplendorosa. Stefan Zweig estaba desolado por la luz negra del nazi-fascismo que manchaba Europa y, probablemente, supuso que se acababa la civilización judeo-cristiana.

En España la muerte por propia mano es tabú y algunos medios consideran que el suicidio es contagioso. Pero el año pasado se quitaron la vida 3.381 personas (siete menores de quince años), uno cada dos horas y media, muy por encima de las mujeres asesinadas por sus parejas, la mortalidad del tráfico o los accidentes laborales. No hay dirección general que nos obligue a abrocharnos el cinturón de la vida y la autoestima.

Tal es la mortandad que hasta la Iglesia se ha apiadado y oficia funerales y da tierra sagrada a los que se desnacen, tal como con Erika Ortiz. Y es que el suicida es un enfermo al que se le licua la química cerebral, al que chisporrotean las interconexiones neuronales. El hombre es el único animal que se quita la vida y de ahí su grandeza.

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