RUBÉN AMON. Enviado especial
Los tambores de Carmina Burana, las banderas de Argelia y el jaleo incondicional de los chiquillos recibieron anoche a Zidane sobre la hierba del Velódromo de Marsella. Era la primera vez que Zizou jugaba en territorio europeo desde la cornada a Materazzi (julio de 2006). También era su regreso al arrabal de la Castellane, sobrenombre de una colmena periférica, deprimida y crepuscular donde le trajeron al mundo sus padres y donde ahora se mezclan las razas, el Corán, la Coca-Cola y la pobreza.
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De la pobreza a la hambruna, la figura mesiánica y luminosa de Zidane parece haberse tomado en serio su cargo de embajador de buena voluntad de la ONU. Una razón de peso y de fondo que anoche despertó la solidaridad de Ronaldo sin menoscabo de un cierto morbo postmadridista. Parecía un partido de damnificados merengues. No sólo por la reunión de los galácticos en equipos enemigos o porque Julio Baptista volvía a vestirse de color blanco. También porque la escuadra variopinta del capitán Ronnie -Dida, Sergio Ramos, Rivaldo, Sukur- alojaba en el banquillo la bonhomía de Vicente del Bosque, antídoto castellano del glamour y referencia de la estabilidad del Madrid en tiempos de la hegemonía europea.
No quiso el míster cebarse con la suerte de sus sucesores ni regodearse con las estrecheces de la vitrina madridista, aunque a Ronaldo le entregaron anoche un peluche-vudú que representaba la imagen de Fabio Capello recubierto de alfileres y aseteado de maldiciones. Era la magia negra. La blanca la pusieron las botas de Zidane cada vez que se le acercaba el balón a las botas. Mérito de la creatividad propia y de la sugestión ajena. Sus militantes festejaban cada gesto, cada pase y cada túnel con la pasión de un muletazo en la Maestranza. El recurso taurino viene a cuento porque uno de los suplentes del equipo de Ronaldo era el maestro Cayetano Rivera. Tuvo sus minutos de gloria y de pasarela mediática gracias a la indulgencia futbolística de los profesionales. Algunos envejecen muy bien, como Ravanelli (tenía canas desde los ocho años). Otros, tipo Blanc, se desenvuelven con impostura de partido de casados contra solteros. Es decir, maquinosamente, calculando el oxígeno como un submarinista.
Son pecados de vejez que el público de Marsella no tuvo en cuenta, quizá porque todos los reproches recayeron coralmente en la estampa metafísica de Collina. El árbitro es el árbitro hasta en los amistosos. Mucho más considerando que los hinchas del Olympique reprochan al divino calvo haber expulsado a Barthez en aquella final de la UEFA que el equipo francés perdió contra el Valencia (Goteborg, 2004).
El ajuste de cuentas fue la anécdota de un partido caritativo en el juego, en los autogoles (hubo uno clamoroso), en el resultado (6-2 para los de Zidanes) y en los propósitos de concienciación que promueve la ONU a través de un programa de desarrollo en los países más pobres. Hubiera sido interesante recuperar a Zidane para el ejercicio del fútbol al amparo de las evidentes cuestiones sentimentales, pero el capitán francés no piensa en reapariciones ni se deja llevar por los cantos de sirena: «Zizou, Zizou, Zizou», gritaban de pie los espectadores cuando el capitán de los franceses fue llamado a sentarse en el banquillo.
«He vuelto a jugar para transmitir con más fuerza el mensaje de que todos podemos hacer algo para acabar con el problema del hambre en el mundo. También me emociona regresar a la ciudad donde nací», dijo Zidane antes de volverse a colocar el número 10 a la espalda.
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