LUIS ANTONIO DE VILLENA
En su recién aparecido Eros es más (Visor, premio Loewe), Juan Antonio González Iglesias se nos muestra en belleza y agilidad como el poeta sabio que ya conocíamos: una poesía depurada, clarísima, sin el menor asomo de hermetismo, pero con infinidad de niveles de espesor, desde la semántica a las ricas y plurales intertextualidades de un poeta filólogo, un verdadero poeta doctus.
Pero junto a esa gimnasta beldad de potros en praderío, junto a bellísimos poemas de amor homoerótico, de fieles camaradas que duermen juntos y se agradecen amor y ternura como maestros y discípulos en el aikido, «gracias por enseñarme», aparece por vez primera con toda claridad en este libro una voz que se quiere discordante con su tiempo, parcialmente por dos motivos: nos hallamos ante un poeta homosexual y cristiano, que quiere vivir su fe y su amor como si paganismo y cristianismo pudieran hermanarse; y un poeta que pide al estoicismo y al zen o al taoísmo chino (parte del budismo zen es semilla taoísta) su recado de sencillez, de humildad altiva, de ajenidad al poder y de amor a un lujo tan ocioso como sobrio. Cual los monjes del Athos.
De otro lado (como dice el endecasílabo final del poema El reinado de Adriano) al poeta le preocupa «la situación incierta de mi patria». No lo dice porque quiere mantener el pudor y la equidistancia con dos bloques políticos hoy -a mi entender- excesivamente enlodados en descalificaciones fratricidas. Pero el poeta nombra a España. Su país y el mío, que no debemos dejar que sólo pertenezca a un bando (ya vimos los males que eso trajo) y que tampoco puede ser la víctima de todos los nacionalismos, cuando hay por fortuna una Constitución plural en autonomías y libertades. ¿Por qué un poeta no reclamará su España? Yo lo hice en mi libro La Muerte únicamente en 1984, y algunos se me extrañaron entonces. Y es que precisamos desterrar tabúes y discordias, como hace este poeta salmantino, orífice de un verso que resplandece en aforismos luminosos: «Leer el diccionario como un libro de horas».
Oculto, cálido, algo huidizo a veces, estamos ante un poeta moderno de la Roma ascética, un estoico bajo la advocación de dos santos de la iglesia griega, que fueron soldados y amantes y que Occidente ha olvidado: San Sergio y San Baco. González Iglesias ha tenido dos maestros tutelares y cercanos: Pablo García Baena y Vicente Núñez (de quien procede el título) y otro maestro al que no conoció pero al que respeta mucho: Juan Gil-Albert, éste -al que yo traté y quise- no era nada cristiano, y sí muy pagano, pero también poseía el ritmo lento y hondo de Juan Antonio, su falta de prisa y ese convencimiento de que no hay lujo mayor que la palabra y el ocio fértil: otium divos.
Republicano en la Guerra Civil, con largo exilio interior en su Valencia, Gil-Albert también amó a España y a Adriano, el amor socrático sin tapujos, y una literatura que fuera culta y sencilla a un tiempo. ¿Juan de Valdés? Desde luego, y este Eros es más de ahora mismo.
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