Miércoles, 21 de marzo de 2007. Año: XVIII. Numero: 6303.
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 CULTURA
I PREMIO VALLE-INCLAN DE TEATRO / DEBATE / LA ESCENA ANTE EL PODER
«La política sí que es teatro... y del malo»
Alfonso Sastre, Fernando Arrabal, Andrés Lima (Animalario), Iñigo Ramírez de Haro y Leo Bassi analizan las tormentosas (o no) relaciones entre los poderosos y quienes les satirizan y/o lapidan desde los escenarios
QUICO ALSEDO

Cuando las aguas de la política bajan turbias (es decir, casi siempre), el teatro sale de su reducto y le saca los colores al poder. Así ha sido históricamente -recuérdese por ejemplo el papel jugado por la escenas en la Transición, o el auge del género en la Argentina 'poscorralito'- y así vuelve a suceder en este incierto (o más bien aterrador) inicio de siglo. Ahora mismo, sólo en Madrid: 'Marat-Sade' en el María Guerrero, 'Homebody/Kabul' más Pinter en el Español, 'Un enemigo del pueblo' en el Valle-Inclán, e incluso 'Ay, Carmela' en el Fígaro. Por no hablar de episodios recientes como el acoso a Leo Bassi y a Iñigo Ramírez de Haro por grupos de ultraderecha. ¿Puede el teatro poner realmente nervioso al poder? Varios nombres de la escena reflexionan en este reportaje sobre la cuestión.

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MADRID.- Antigua era Grecia cuando el teatro nació poder. O contrapoder. La filosofía y la tragedia competían entonces por modelar el conocimiento de la realidad de los atenienses, y la política de la polis acusaba los embates de lo que sucedía en escena. Se incendiaba la escena, se incendiaba Atenas.

¿Y ahora? ¿Debería temer el poder al teatro? La pretensión suena vana en la era de la tecnología... Pero, sin ir más lejos, una compañía, Animalario, encauzó las protestas contra el Gobierno Aznar en la gala de los premios Goya 2004 que, 11-M mediante, terminaron contribuyeron al cambio político.

«Las funciones básicas del teatro son tres», dice Alfonso Sastre, y enumera: «Jugar, investigar (pensar) e intervenir en la vida real mediante este juego. Es en esta última función donde habría que situar lo que cierto tipo de teatro tiene de insumisión al poder establecido, o sea, de crítica. Así pues, la respuesta es sí: la insumisión crítica ante el poder es una de las funciones básicas en un teatro en forma; aunque en la realidad haya muchos espectáculos que sean solamente un juego; y por cierto que yo acepto de buen grado que haya ese tipo de teatro inocente, para usar y tirar».

No piense el lector no obstante que Sastre, de pronto, a su edad, crea en los Reyes Magos: «Es excepcional que el teatro consiga algo práctico a corto plazo en la sociedad en la que se produce; en general la impresión es que lo que ocurre y se dice en el teatro no sirve para nada. Excepcional fue, por ejemplo, el hecho de que un drama inglés de John Galsworthy titulado Justice determinara una reforma en el sistema de prisión celular en las cárceles británicas. En términos generales puede establecerse el siguiente teorema, que yo he formulado muchas veces: 'El teatro es un inútil actual cuya utilidad se manifiesta en plazos largos, y ello en la forma de una toma de conciencia que apunta a una praxis social'. Un espectáculo teatral no sirve, aunque pueda darse alguna vez, ni para encender un fuego ni para apagar otro. Esas urgencias residen en el campo de la actividad política propiamente dicha».

Andrés Lima, que precisamente ha llevado a las tablas del María Guerrero la versión de Sastre del Marat-Sade de Peter Weiss y que con Animalario pretende remover conciencias, contradice al dramaturgo: «Sí, el teatro sí puede hacerle cosquillas al poder porque nace del juglar, del bufón, del loco, y su función es hacerle reír y abrirle los ojos de vez en cuando, aunque tampoco quiero que se me llene la boca: lo primero que debe hacer una obra es entretener, y lo segundo es tener vocación de obras de arte».

A la ironía prefiere entregarse Iñigo Ramírez de Haro, que sintió con dureza el choque con el sistema por su obra Me cago en Dios y que, preguntado a quemarropa por la cuestión, responde con un sarcástico: «¿El poder del teatro? Bueno, es importante creer, sí...». Más sosegadamente, responde que «históricamente, no es demasiado aventurado relacionar poder y teatro; en la España de hoy, sí. Hoy, el teatro es un instrumento más de propaganda del poder».

Fernando Arrabal, el dramaturgo vivo español más representado en todo el mundo durante décadas, se pone teatral para contestar: «Las estadísticas (y la levitación) muestran que los poderosos (y sus censores), cuando se desnudan, no deberían jugar a canicas».

Y luego está Leo Bassi, que se ha erigido en auténtico y muy politizado ariete antifascista y que hace uso de su propio poder para escenificar, aun sin quererlo, una interesante visión del particular: «No quiero estar presente en ese reportaje. Su diario participa en una campaña mundial de desinformación a nivel global. Ahora estoy de gira por Holanda y el ambiente político es mucho menos crispado. Su periódico tiene mucho que ver. No quiero salir».

Seguimos: Andrés Lima asegura que el concepto de teatro político es «reduccionista», aunque, en dicho estante, sus preferidas son Ubú rey y La muerte de Dantón. Por contra, Ramírez de Haro -unido al poder político incluso por lazos de sangre: es cuñado de Esperanza Aguirre, presidenta de la Comunidad de Madrid- se va al clásico significado de la palabra político para aseverar que «el teatro se hace en la polis y lo ve la polis, por lo tanto hasta la última estupidez es política». El autor, que tuvo que soportar una agresión en el Teatro Bellas Artes por parte de varios exaltados, tiene una visión muy negativa de lo que se hace hoy, de cómo se hace y qué se genera: «El teatro que hay es cifra de la calidad de la ciudad. Lo siento».

Sigue Ramírez de Haro, polemista por naturaleza: «Ni siquiera es poderoso en sus funciones básicas el teatro de hoy: la estupidización del público o el adoctrinamiento políticamente correcto. La verdad es que a veces sí es muy poderoso el aburrimiento que produce en el espectador».

Más: «Mientras pervivan las dos estructuras de servidumbre, la del teatro comercial y la del teatro público, es decir que para que las obras puedan ser vistas haya que pasar por alguna de esas censuras, el teatro seguirá siendo un medio de vida para unas minorías mafiosas de amiguetes mediocres que no sirven para nada mejor en la vida».

Porque, viceversa, habría que ver cómo el poder sablea al teatro en trucos, herramientas, puesta en escena y demás: «Actualmente en España, el poder, es decir, el Estado, la Iglesia, los partidos políticos, la banca, los sindicatos y alguno más, son los únicos que hacen un teatro un poco más interesante. Son la nota optimista: mientras haya poder habrá teatro. A veces se ven actuaciones magistrales».

Alfonso Sastre, más que teatro, opina que el poder «toma elementos del circo», y Andrés Lima dice por su parte que «la política es teatro... ¡y del malo!». Pero volvamos al planeta Arrabal: ¿hace política Fernando Arrabal cuando escribe teatro? Respuesta por escrito y con formato de arrabalesco: «Científicamente se ha demostrado que únicamente las obras dramáticas menos políticas y las obras dramáticas más apolíticas consiguen escapar de la cursilería de la cultura oficial con tirantes y cinturón». Dicho queda, pues.

Tercia Alfonso Sastre con un análisis de regusto claramente marxista: «Todo teatro es político en sentido lato por el hecho de serlo, es una actividad que forma parte de la vida de la polis. Incluso, pues, ese teatro meramente lúdico es político, y además de derechas. Pero hay un teatro propiamente político, el cual se definió teóricamente por primera vez en las experiencias alemanas de Erwin Piscator, y se desarrolló después de la Segunda Guerra Mundial, y sobre cuyas posibilidades se sigue pensando y haciendo ahora». No hay que repetir que Sastre, habituado a transitar por cornisas ideológicamente complejas, cree en las posibilidades de su arte a la hora de tocar los resortes de su sociedad.

Y mientras, en el planeta Arrabal, ¿tiene Don Fernando una obra de teatro político favorita? «Ni escrita, ni por escribir, ni siquiera atándome a la nariz un minivídeo, como los lamesuelas de las tiranías titánicas o las democracias de charlotada».

Parecida respuesta, aunque con distinto envoltorio, ofrece Ramírez de Haro, empeñado en repartir estopa por doquier: «¿Mis obras favoritas? La muerte del Papa o los recientes debates parlamentarios de la llamada crispación política me parecen obras muy conseguidas: consiguen que la ficción inverosímil sea creída como verdad y real por una amplia parte del público. ¡Extraordinario! ¡Ya quisiera yo!».

La competencia es dura. ¿Que puede aportar el teatro al debate político que no puedan ofrecer otros? Ramírez de Haro: «En la España de hoy, nada: el teatro es mero número. En otras sociedades, y acabo de hacer una obra en Africa, o en otras épocas, el teatro aportaba algo importante: decencia y límites. O sea, educación ciudadana».

Menos vitriolo -y bastante más optimismo- pone Andrés Lima, que hace de la necesidad virtud: «Podemos aportar mucho, porque nuestro competidor es el brazo derecho del poder, la TV, por eso el teatro será siempre más libre».

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