Un gran cartel de Bertolt Brecht imprimido en la extinta República Democrática Alemana preside la mesa en la que el director, autor y profesor teatral Ernesto Caballero escribe. «Mi lugar, de todas formas, está a pie de un escenario. Allí es donde de verdad me siento en casa».
Caballero pasó allí, al borde de un escenario, buena parte de 2006. Y fue fructífero. El 25 de abril estrenó junto a la Compañía Nacional de Teatro Clásico los Sainetes de Ramón de la Cruz en el Teatro Pavón de Madrid; un triunfo para el director y para la compañía (que nunca antes había representado una pieza del siglo XVIII) y un hallazgo para el teatro español, que hasta entonces tenía casi olvidada la figura de De la Cruz.
Pregunta.- ¿Y cuál es la historia de ese apego a los escenarios?
Respuesta.- Empieza en la facultad. Uno tiende a mistificar y a fabular una historia pero recuerdo que fue un proceso bastante natural. Yo quería estudiar Historia del Arte, empecé a leer algún texto de Nieva y a saber del teatro independiente de aquella época: Joglars, Tábano... Otro impulso, curiosamente, fue el rock sinfónico. Hay un disco, The lamb lies down on Broadway de los Genesis de Peter Gabriel que sintetizan mucho de lo que yo entiendo que es la teatralidad.
P.- ¿Se empieza por Genesis y se acaba en Ramón de la Cruz?
R.- El caso es que el siglo XVIII siempre me ha interesado, desde el instituto. Por cierto que, el otro día, mi hija me dijo que le habían dicho en clase de Literatura que el XVIII se lo saltaban porque no tenía mucho interés. Yo sí tenía interés, pero lo que me cambió fue el encargo que me hizo Eduardo Vasco. Ahora, he hecho míos los valores del XVIII.
P.- ¿Qué es lo que aprecia?
R.- En el caso de Ramón de la Cruz, que fue un hombre de teatro que escribió con, para y a favor del público. Por eso le llovieron palos de todas partes. Los academicistas lo veían demasiado libre y los ilustrados, demasiado popular y demasiado poco decoroso. Ninguno vio que tenía cogido el pulso a la sociedad y que tenía talento para expresarse con gracia, sin acartonamientos, con un lenguaje vivo y de la calle. Su obra está hecha de miniaturas, pero muchas de ellas son deliciosas.
P.- Usted planteó hilar esas miniaturas con la trama de una compañía ficticia de actores.
R.- Recibí un encargo completamente libre. Y yo sabía lo que no quería. No soy partidario de las trasposiciones que modernizan los textos clásicos; tampoco quería hacer una antología. Y sí quería agarrar la vitalidad de las piezas. Por eso trazamos el puente de los actores, como si fuera un juego de cajas chinas que le diera un marco dramatúrgico, aunque suene un poco solemne.
P.- Así han logrado poner en valor los sainetes...
R.- Éstas son piezas concebidas como entretenimientos; son sketches que se hacían para que el gracioso de la compañía se luciera mientras cambiaban el escenario. Y, sin embargo, anticipan muchos caminos. Una de las piezas, la que para mí es la mejor, es la de Manolo, tragedia para reír o sainete para llorar. Es un texto muy gracioso que, en el uso del lenguaje, conduce directamente a Valle. Cuando se conoce la obra, es muy obvio esa relación. Luego está La república de las mujeres que conduce a las comedias utopistas y que plantea cosas impensables para esa época. Y El almacen de novias retrata un Madrid delirante que conduce a Nieva, a Fellini, a Neville.