Cuando en 1991 se estrena El silencio de los corderos, la truculencia en el cine de masas era todavía esporádica. Incluso mucho tiempo después de la película que Jonathan Demme realizó sobre la novela de Thomas Harris, el cine de masas no ha elaboración tan exquisita como ésta en torno al poder de seducción que ejerce en ocasiones lo abominable sobre las mentes más juiciosas y ponderadas. De hecho por el título sólo se adivina la inquietud que late en el trasfondo del relato, helando la sangre, erizando la piel con el misterio de que la muerte de forma creciente nos rodea, hasta conocer la existencia de un monstruo concomitante al admirado, pero que sin tal admiración provoca horror y asco.
Cuando la Clarice que interpreta Jodie Foster, preparada para luchar eficazmente contra el mal, se enfrenta al caníbal refinado y culto que borda Hopkins, ese momento único en que la cámara se desplaza morosamente sobre las rejas de la prisión para enfrentar a la agente del FBI con los ojos del monstruo, ella percibe que era justamente para eso para lo que no había sido preparada.No había sido preparada para enfrentarse al mal razonado, el mal explicitado, el mal descompuesto en tantos pedazos de realidad que cueste reconocerlo como tal; el mal inteligente, el mal jocoso, el mal tan atractivo que no parece mal. En el sentido en que casi se le antoja posible flirtear con la posibilidad de que comerse a otro ser humano, si es muy irrelevante, si carece de consistencia alguna, tenga justificación no sólo estética, sino incluso fundamento moral.
Hopkins no es sólo el mal, paradójicamente en tanto que tal es también un guía, el que necesita Clarice para adentrarse en la mente del otro caníbal, el buscado, el que ha secuestrado niñas para apropiarse de su piel. Así que la capacidad de fascinar a la investigadora novata es casi un veneno ineludible: hablar con él para saber, y cada vez más cerca de un tremendo síndrome de Estocolmo, aprisionada en él por algo más importante que la carne: su conciencia, su espíritu, su sentido del deber.
Fascinación que, por cierto, para poder trabar un vínculo indestructible como el que se apunta al final de la cinta, debe constituirse con carácter mutuo. La única persona a la que Lecter no podría comerse, admirada en su condición de principiante aventajada, de capaz estudiosa de los abismos del alma, es a Clarice, la imberbe, valiente, y al tiempo aterrorizada agente que descubre, en su investigación sobre el terror, sus propios miedos enterrados en los pliegues del subconsciente. Porque sólo es valiente quien tiene miedo; el que no tiene miedo es temerario, y el que por miedo no actúa, en realidad es cobarde. En la muchacha subyugada por el maestro caníbal está toda la magia de los cuentos tradicionales, esos en los que sucumbe el protagonista bondadoso ante la bruja maléfica surgida del infierno. Porque es el infierno de la mente el lugar en el que se fraguan todas las barreras para la acción de Clarice. Incluso respecto de lo que al final constituye la huida de Lecter, sigue subyugada, fascinada, hasta poderse ver su excitación por el hecho de comprobar que ha huido, se ha salvado, está lejos, y que de modo justiciero, cual malo verdadero, va a comerse al verdadero malo.