«La campaña sigue. La campaña sigue con fuerza», dijo Edwards en su mejor estilo, es decir, con enormes dosis de teatralidad, en un encuentro con los medios de comunicación celebrado en el hotel de Chapel Hill (en el estado de Carolina del Norte), donde ambos se casaron hace 30 años.

John Edwards es uno de los tres demócratas que tienen posibilidades de ser elegidos candidatos a la Presidencia el año que viene, aunque sus opciones son mucho menores que las de Hillary Clinton y Barack Obama. Las encuestas le dan entre un 10% y un 15% de los votos en las primarias de su partido, mientras que sus dos rivales superan el 30%. Sin embargo, cuando se mide su popularidad contra la de los principales candidatos republicanos -Rudy Giuliani y John McCain-, Edwards alcanza un empate técnico, al igual que Clinton y Obama. En 2004, Edwards fue el candidato a la Vicepresidencia por el Partido Demócrata, en las elecciones en las que George W. Bush fue reelegido.

Pero ahora, la enfermedad de Elizabeth puede destruir su campaña. Porque la mujer de Edwards se había ido convirtiendo discretamente en uno de sus principales activos políticos. Discreta y sometida a un segundo plano, Elizabeth Edwards es una de las bazas del ex senador, que trata de situarse como el candidato de la izquierda tradicional obrera de los demócratas, un sector del partido que no acaba de encontrarse a gusto con Hillary Clinton ni con Barack Obama.

De hecho, Edwards es el único candidato a las elecciones de 2008 que ha propuesto la creación de un sistema de Seguridad Social a la europea, es decir, público, una cuestión que es literalmente un anatema para gran parte de la sociedad estadounidense.

Los problemas de salud de Elizabeth no sólo son de imagen. También van a limitar, presumiblemente, la capacidad de maniobra del candidato, sus viajes y su participación en eventos para recaudar fondos. Edwards ha mostrado una más que notable capacidad para conseguir financiación, algo básico en las primarias de 2008, pero en las últimas semanas su acceso a los donantes ha quedado limitado por el carisma de Obama y, sobre todo, por la formidable maquinaria política de Clinton.