El juicio tiene tanta importancia para nosotros como el de Sócrates. El filósofo pensaba que los jueces, que después le condenaron, debían escuchar cortésmente, razonar sabiamente, ponderar prudentemente y huir de la parcialidad. No es éste el modelo Bermúdez; tampoco semeja a esos jueces americanos venerables, bíblicos, paternalistas; es un duro de telefilm.
Si se parece a Sócrates no es porque tenga los ojos saltones, sea tripudo, con picota roma y buzón grande; todo lo contrario, el ropón de la Casa de Campo, aunque también va siempre con la misma capa, no cuenta 70 años como el filósofo griego cuando le empaquetaron; se parece a Sócrates en que, con la soberbia del ilustrado, dice a su tiempo: «Yo soy tábano que intento despertar a esa vaca apática que es Atenas». Esta vaca apática que es España, a la hora del juicio tiene la televisión poblada de cocineros. Como todos los países que han pasado hambre, invierte cuatro horas en llenar la andorga y preparar la comida. Pero hay gente que se ha quedado hipnotizada en el juicio que transmite La Otra.
El juez Bermúdez, que ya ha acabado con el estrellato de Garzón, trata a los abogados y a los fiscales como a niños, tal vez porque se hizo juez conduciendo a menores delincuentes. El tábano calvo utiliza la mayéutica, poco la ironía, y ayuda a los testigos también con la táctica de Sócrates, que era la de las comadronas; los tartamudos dan a luz, por fin, datos, paridas y enigmas. Ya dijo alguien que nuestros contemporáneos son los griegos. De ellos heredamos la utopía; creo que el juez de las puñetas de hierro busca la utopía de la verdad y la justicia, incluso contra la razón de Estado.
El juez, de memoria y mando, logra que los 49 abogados parezcan también entalegados, se les han encogido las togas. Con la agudeza de razonamiento, la autoridad y la precisión de Bermúdez, nos hemos ido enterando de que la Policía, la Guardia Civil y el CNI convivían con los terroristas, los tenían controlados antes y después de los atentados, escuchaban sus conversaciones telefónicas y algunos de ellos eran confidentes. «La Policía -escribe Victoria Prego- lo sabía todo».
Bermúdez es demasiado inteligente para haberse leído los 90.000 folios del sumario, lleno de medias verdades, repeticiones y trampas. Creo que debiera leer más bien La chica del tambor de John Le Carré para descubrir cómo, por qué y para qué los servicios secretos son capaces de urdir un grupo que controlan; de cómo el terrorista pertenece al servicio secreto; y cómo hasta en lo que parece más claro y lógico se mueve una espiral de engaños y falsas identidades.
Si Bermúdez quiere despertar a la vaca, debe mirar más allá de la Casa de Campo. Los que pusieron las bombas y vendieron la dinamita están sentados o han muerto, pero no nos quedaremos satisfechos hasta que sepamos que no hubo una dactilera que movía la dinamita.