Sábado, 24 de marzo de 2007. Año: XVIII. Numero: 6306.
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Un libro recupera las cartas que se cruzaron Rilke y Balthus
A. LUCAS

MADRID.- Después de vagar por media Europa con un hatillo de poemas y un traje bien cortado, Rilke llegó a Suiza y allí descubrió, en 1919, que aquel Balthasar Klossowski, el hijo de su amante Baladine, el niño de 12 años que quería ser pintor, era capaz de manejar el lápiz con soltura, con énfasis, con fulgor.

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Rilke tenía 44 años y la obra bien perfilada. Había publicado Elegías de Duino y los Sonetos a Orfeo, ya no era el poeta errante, sino que iba en busca del silencio sagrado, del retiro final (o casi), siempre con una mujer cerca como estímulo intelectual y tantas veces como sostén pecuniario: Lou Andreas Salomé (de la que también se enamoró Nietzsche) y la aristócrata Marie de Thurn und Taxis fueron dos de ellas.

Pero el descubrimiento del niño Balthus despertó en el poeta una vocación de gurú, de casi padre. De aquella relación salió el prólogo al primer libro de dibujos del joven aprendiz de pintor y una serie de cartas que publica ahora la editorial Artemisa en el volumen Mitsuo, historia de un gato, seguido de Cartas a un joven pintor. Balthus/Rilke, traducidas y prologadas por Juan Andrés García Román.

Este cruce epistolar es la revelación de una amistad en la que el intercambio de intuiciones se va haciendo más sólido y cómplice con los años. El correo se prolonga de 1920 a 1926, año de la muerte de Rilke. Y la formalidad de las primeras cuartillas desemboca al final en una devoción mutua entre dos de los grandes creadores del siglo XX: «Aun tan joven como es usted, su instinto artístico me parece lo suficientemente profundo como para llevar en sí mismo un juicio inconsciente (...)», apunta el autor de El libro de Horas.

Por entonces el pintor preparaba su primer viaje a París. «Parta, mi querido amigo, y sea feliz: quién podría decir más, a sabiendas de que es París quien lo espera». Allí le aguardaba el impulso febril del arte, el brinco de las vanguardias calentándose con un fuego sin pronóstico, la ansiedad colectiva... «Quiero ser el primero en darte tu libertad», le escribió Rilke.

Balthus tomó esa antorcha y se lanzó a la selva invocada de la pintura, el joven con maneras de príncipe mayor. El poeta, a su vez, se apagaba en el castillo de Muzot-sur-Sierre, perdiendo la costumbre de vivir.

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