ANTONIO LUCAS
MADRID.-
Tomás Segovia (Valencia, 1927) asegura que es un poeta sin tribu. Goza, por voluntad y por destino, del privilegio de la distancia. La vida le atizó pronto con el granizo del destierro. En 1937, a los nueve años, abandonó Valencia camino de Francia. La Guerra Civil molturó a las familias republicanas como la suya. De aquella fatídica experiencia, que le llevó a México en 1940, le quedó la cicatriz de un desarraigo con el que ha convivido siempre, buscándose en las letras, preguntándose en la poesía.
Su obra es amplia, intensa y desconocida para muchos lectores españoles. Sin embargo, ha ido goteando puntualmente libros nuevos. El último, Llegar, publicado por Pre-Textos, reúne un puñado de poemas de una desnuda intensidad, movidos por una atención «a lo extraordinario» que hay en lo pequeño, en el detalle. «Con la madurez uno se vuelve más respetuoso y entiende que no hay nada que no sea importante», dice.
La lucidez y el entusiasmo de Tomás Segovia no decae a pesar de que estos días permanece en la habitación de un hospital. Allí lee a Sandor Marai y soporta la penitencia del «cardíaco». Habla de poesía con entusiasmo y de su andar errante. «Suelo escribir mis poemas caminando por la calle. Memorizo los versos y cuando me siento a trabajar, generalmente en los cafés, ya tengo lo que voy a escribir», dice.
Llegar se fue armando de este modo, mientras Segovia paseaba por el Parque del Oeste y en esos ratos echados en el Café Comercial de Madrid, donde durante años ha apurado las mañanas. Pero esa aparente placidez queda nublada en el inquietante título del libro. «Sí, puede ser. La verdad es que lo encontré cuando supe que padecía un aneurisma. He estado desde agosto del año pasado entrando y saliendo de hospitales. Pero no dejé de trabajar. Incluso tengo otros 23 poemas nuevos», apunta.
A Segovia se le fue descubriendo cuando regresó a España en los años 80. Primero tímidamente, cruzando los Pirineos tras su mudanza desde México al sur de Francia. Después con su traslado a Madrid, luego con su trasvase a Murcia, «en una zona de huerta bellísima entre Blanca y Abarán», y definitivamente en Madrid de nuevo. «Mi poesía se ha ido conociendo, sí, pero mi obra ensayística no ha tenido la misma suerte», lamenta. Hace unos años reunió una parte de ella la editorial Trotta. Y ahora saldrán en México dos libros que recogen parte de sus ensayos.
Uno de ellos sobre el concepto de identidad, una de sus obsesiones, como dejó al descubierto en Identidad, razón y magia. «En el exilio aprendí a rechazar todo nacionalismo. Desde niño me he sentido un no ciudadano. Y esto me hace entender los conflictos de identidad que se dan entre la inmigración actual», afirma.
Recuerda ahora los días de amistad con el exilio solitario: el rebelde Cernuda, el monacal Emilio Prados... Recibe con alegría (ayer) el Premio Extremadura a la Creación. Tiene proyectos esperando, claro. Y versos que le rondan por los pliegues de esta cama de hospital, versos que le fermentan en la memoria, que gotean por sus cuadernos, a media tarde, a media luz, con la palabra limpia como un suero.
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