Sábado, 24 de marzo de 2007. Año: XVIII. Numero: 6306.
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Casi con 100 años y aún en la emoción de los uruguayos
Sara de Ibáñez, una mujer culta y sensible atrapada en una época compleja, desarrolló sin embargo una obra literaria que impresionó a Pablo Neruda, que la definió como «una poeta grande y excepcional».
RAUL RIVERO

Martes

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Mientras Sara canta

Cuentan los muchachos malos de Hispanoamérica que todo poeta aspira a ser, por lo menos, el mejor de su país. Quien no lo consigue se propone alcanzar el título de más destacado de su provincia, de su municipio, del barrio o de la calle. La maldad del relato se halla en que esa apuesta de gloria y geografía se remata con la historia personal del uruguayo Roberto Ibáñez. Él no pudo ser ni siquiera el mejor poeta de su cama: estaba casado con doña Sara de Ibáñez, una poetisa comprometida hasta la muerte con el sobresalto y la emoción del verso.

Fue una mujer culta, aguda, inteligente, profesora de literatura y conocedora de primera línea de los clásicos españoles, el barroco, el modernismo y toda la Generación del 27. Su esposo también estudió esas aventuras literarias y otras de anchuras diferentes, pero las lecturas -una formación disciplinada en la cultura occidental- le abrieron al señor Ibáñez los ojos de crítico y el apetito por el ensayo, la reflexión y la docencia.

No me parece que sea justo, ni coherente, acusar a un escritor de exceso de lucidez o de agudeza para analizar una pieza literaria. Algunos estudiosos creen, sin embargo, que la pasión de Roberto Ibáñez por la docencia y la investigación literaria limitó, enturbió las imprescindibles potestades del sueño y la fantasía a la hora de escribir un poema. El hombre, por otra parte, dominaba a la perfección toda la métrica española. El asunto es que entre esos muros transparentes y severos solía dejar materias desoladas, difíciles, sin vida propia, ni mensaje.

Sara Iglesias Casadei era la que era. Firmaba Sara de Ibáñez. Llegó a Uruguay en 1909, por la estación de Chamberlain, Tacuarembó, donde dice una leyenda oriental que nació también Carlos Gardel. Ciertas leyendas, allá en el cono sur, no se pueden repetir en presencia de argentinos. Ésta es una de ellas. Sara murió en Montevideo a los 61 años.

Publicó Canto, su primer libro, en 1940. Pablo Neruda le escribió un prólogo para ayudarla a abrirse paso y porque admiró a esa mujer en la que descubrió con su pupila garantizada una «grande, excepcional y cruel poeta».

Ella en su primera juventud había publicado aquí y allá. Con los poemas de Canto hizo los trámites iniciales para quedarse en la historia de la literatura de aquel continente y recibir el extraño regalo que es permanecer en la memoria y en la experiencia de los hombres y mujeres que viven y aman, se emocionan, en el Uruguay de ahora. Lejos, muy lejos, a casi 100 años, del día de enero en que nació.

Escribió una poesía de verso un poco rebuscado y oscuro. Estaba convencida desde niña de que la poesía, ese andamiaje de símbolos, recados y palabras evadidas, es, sobre todas las cosas, un ejercicio de misterio. O porque le era necesario enmascarar, disimular su punto de vista en los temas que le atraían: la muerte, la naturaleza, el amor y la patria. Quizás necesitaba unos velos protectores, encerrada como estaba en aquellos años, rodeada de prejuicios y recelos.

Sara de Ibáñez publicó, además de Canto, Hora ciega, Pastoral, Artigas, Las estaciones y otros poemas, La batalla y Apocalipsis XX. Dos años después de su muerte se editó en Montevideo su libro Canto póstumo y en 1974 su Obra poética.

Aquí están estos cuatro versos de su famoso poema Atalaya: «Sobre este muro frío me recobran./ Oigo el rumor de los medidos pasos./ Canta la noche fuga por mi muerte./ Y el alba sale de mi rostro blanco».

Jueves

Domar el potro salvaje

El ministro de Informática y Comunicaciones de un país de América aseguró esta semana que las nuevas tecnologías de la información son «uno de los peores mecanismos de exterminio global que se hayan inventado». Son como «un potro salvaje» que él y sus ayudantes se proponen domar de inmediato. Después de esa metáfora equina, Ramiro Valdés, el ministro cubano, se recostó en su butacón, se sirvió un whisky, pidió que le pusieran una película de gansters y se deslizó hacia un sueño profundo.

Fue un esfuerzo muy grande y su cerebro necesitaba un buen periodo de reposo. Lleva meses interfiriendo las cuentas clandestinas de internet. Ha ordenado poner miles de candados electrónicos y, gracias a esos esfuerzos, se cumple una orden estricta del Gobierno: ningún ciudadano puede acceder libremente a la red de redes.

Es un aporte, otra contribución del socialismo tropical a la humanidad. Un ministro de Informática y Comunicaciones que se dedica a trabajar para que los ciudadanos no tengan información ni se puedan comunicar.

Sus colegas de otro ministerio, el de Interior, se han encargado de organizar brigadas paramilitares para reprimir a los periodistas independientes y se han organizado sesiones de golpizas en las calles, arrestos temporales, multas, allanamientos, incautación de dinero y medios de trabajo, despidos de centros laborales y limitaciones de movimiento dentro del país.

Tres corresponsales extranjeros fueron expulsados en los últimos días y otros -acaso todos- esperan tensos, las manos paralizadas en el aire sobre el teclado de sus ordenadores, la llamada de los policías del centro de prensa con el anuncio de que ya es hora de comenzar a preparar las maletas.

Éste es un resumen del informe semestral que acaba de debatir en Cartagena de Indias, Colombia, la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), una institución que agrupa a más de 2.000 periódicos que se editan entre Canadá y Brasil.

Dejé para el final este otro dato. En las cárceles cubanas cumplen condenas de hasta 27 años 28 periodistas independientes, la mayoría -unos 24- están encerrados desde la primavera de 2003.

Jueves

Sandú abstraído y cinético

Instaló en una plaza de La Habana, a finales de los 80, una pieza enorme que se movía a todas horas. Estaba llena de flechas y de hélices de colores. El aire del Caribe la batía unas veces con furia y otras con desgana. Fue hombre bueno y alto que se parecía mucho a los muñecos de los ventrílocuos y hablaba un español fláccido, renuente a las erres, ceremonioso y de tonos bajos.

Sandú Darié, nacido en Rumania en 1906, se educó en Francia y terminó de pintor abstracto y escultor cinético en Cuba. Llegó en la década del 40 porque ya Adolfo Hitler había hecho su famosa pregunta: «¿Arde París?».

Integró, junto a Martínez Pedro y Mario Carreño, el trío de los primeros abstractos cubanos. El de él, en particular, un abstraccionismo lírico.

Incansable, defensor de todas las vanguardias, sentía la necesidad de que sus esculturas se integraran y participaran en la vida de la ciudad. Ahí dejó, en 1991, cuando murió en La Habana, unas piezas enormes en el vestíbulo de un hospital y otra obra descomunal frente a un decrépito palacio socialista perdido en la maleza de los arrabales.

Aquella estructura viva, de colores, en movimiento eterno, que un día levantó Darié en una plaza de La Habana, perdió su eternidad. Ya no se mueve ni está en su sitio.

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