Sábado, 24 de marzo de 2007. Año: XVIII. Numero: 6306.
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Nucas de la ciudad
ARCADI ESPADA

Querido J:

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Esta semana he tenido una experiencia mística. Me ha sido dado ver una señal, un rasgo de lo que podría haber sido esta ciudad sin la agobiante presión de la política. Esta presión que me hace observar, justamente en clave política, la extraordinaria exposición que presentan en el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona, y que merecería que, por una vez y sin que sirva de precedente, abandonaras tus predios (ah, ah, ¡no sólo morales!) y volvieras por unas horas a la ciudad. La exposición encara a dos artistas daneses, el pintor Vilhelm Hammershoi, y el cineasta (y periodista para tener que comer) Carl Theodor Dreyer. El pintor nació en 1864 y murió (aún joven) en 1916; y el otro nació en 1889 y murió en 1968. No consta que se hubiesen conocido. Pero en 1916, poco después de que el pintor muriera, se organizó en su homenaje una gran exposición antológica. Dreyer la vio, y no sólo eso. Cuando dos años después acabó su primer largometraje, El presidente, dijo que estaba inspirado en el impacto que le había causado la obra de su compatriota.

La confesión de Dreyer fue desarrollada muchos años después por el crítico danés Pol Vauda, tal vez el máximo especialista en Hammershoi. Y en los catálogos de las muestras que se organizaron en museos europeos y norteamericanos insistió siempre sobre la imposibilidad de que la estética de Dreyer pudiera concebirse sin Hammershoi. Por último, el director de exposiciones del CCCB, Jordi Balló, alertado de la existencia de Hammershoi por su antecesor en el cargo, Albert García Espuche, y por el propio director del centro, Josep Ramoneda, tuvo la gran idea de traducir físicamente el encuentro entre los dos daneses. El resultado, te lo aseguro, es deslumbrante. Y en buena parte se debe al montaje de los arquitectos RCR y Ventura Llimona. Refinado y cuidadoso hasta el punto de que han utilizado las texturas de los grises de Dreyer para iluminar el dédalo de pasillos, tan inspirado en las líneas de Hammershoi, en el que se desarrolla la exposición. Un espacio angosto, de luz amniótica (no te rías: yo me acuerdo de esa luz), al que sólo podría perjudicarle la improbable invasión de masas ávidas de ennoblecerse.

Nunca había visto cuadros de Hammershoi. Es un pintor realista, especialista en nucas de mujer. Vive en un mundo de orden y contención admirables. Y su tema son los insondables secretos de la burguesía, mucho más interesantes que los de cualquier degenerado. Se trata del gran tema de Vermeer, al que su pintura rinde un explícito homenaje. A Dreyer lo he frecuentado más. Sobre todo en la juventud, con mucha fuerza de voluntad. Ordet y Gertrud, por ejemplo, en la vieja filmoteca de la calle de Mercaders. Plomos místicos, insuperables. Viendo la exposición, donde se proyectan fragmentos de ésas y otras películas, pensaba que en efecto hay una evidente conexión entre los dos artistas. Pero Hammershoi me interesa mucho más. Creo que la razón principal es el movimiento, es decir, como siempre en mí, el realismo. Todo el misterioso encanto de las nucas de Hammershoi desaparece en cuanto se mueven y reniegan de su vida como objetos. Me gusta pensar en lo que hacen estas mujeres cuando dejo de mirarlas; pero me parece grotesco que alguien demuestre que se mueven. Algo así como la diferencia entre un sueño y un sueño explicado.

No quisiera cansarte con pavadas. Lo sustancial de la exposición y de esta carta es que devuelve una cierta Barcelona, en la medida en que puede hacerlo una metáfora. Precisando: un modelo cultural de Barcelona. Recordarás una vieja discusión de nuestra juventud, del final del franquismo. Entre los modernos había un acuerdo general: dejarle a Madrid todo lo que pesara. Era un reconocimiento del presagio que habría de cumplirse. Esto es, que la democracia iba a convertir a Madrid en una capital de verdad, y, lo que era más sorprendente, en una capital respetada. La distribución podía ser más o menos peyorativa en función del ánimo futbolístico del que la hiciera; pero había un acuerdo general en dejar a Madrid la burocracia, con su fardo, aunque también con su potencia. Barcelona se imaginaba entonces como una ciudad ágil, rápida, creativa y vanguardista. La diferencia entre una berlina y un coupé, palabras de la época.

La Barcelona de los modernos no prosperó. Y la razón no es otra que la política. Los políticos, como ha sucedido en otras partes de España, y muy en especial en la Andalucía por donde he pasado esta semana, acabaron apoderándose abusivamente de lo real, en todas sus versiones, imponiendo que la prioridad era la construcción nacional y todo debía supeditarse a ella. Todos los políticos. El que la izquierda transigiera se explica, además, por el valor añadido del antifranquismo: la reconstrucción, como concepto, está perfectamente anclada en su imaginario, porque traza límites entre el repugnante pasado franquista y la aurora democrática. La vida es un continuum, desde luego, pero la izquierda siempre ha considerado que el franquismo no fue vida, sino interrupción. Túnel y noche negra. La metáfora invadiendo la vida.

La huella cultural más perfecta del apoderamiento de los políticos es el Museu Nacional d'Art de Catalunya. Fui a ver hace meses la definitiva remodelación. ¡Qué baluerna inmensa y ridícula. Qué inmerecido destino para las dos fenomenales mujeres que lo dirigen, María Teresa Ocaña y Cristina Mendoza! En ese Museu es todo ridículo, empezando por la bárbara reconstrucción de la señora Gae Aulenti, firmemente apoyada por Oriol Bohigas, en sus días de Herr Reconstructor. Pero lo principal es el espíritu que lo anima: la obligación de mostrar a través del arte que Cataluña es una nación y Barcelona, sede del museo, la capital del Estado. Ese pie quebrado historicista dio al traste, por ejemplo, con el museo del Modernismo, un proyecto que tenía en la cabeza la señora Mendoza, pero que atentaba contra la unidad de la nación y de la historia que tenía que mostrarse burocráticamente bajo la cúpula de Montjuic. Frente a la naturaleza eterna de la patria, Mendoza ofrecía la cambiante dinámica de la ciudad, congelada (el Modernismo) en uno de sus instantes pletóricos. Se lo prohibieron: hoy se ha visto en la obligación de rellenar como una butifarra los lúgubres espacios del Museo. La coerción cuantitativa de la historia se ha impuesto a la selección cualitativa del instante: el resultado son kilómetros de telas adocenadas, insustanciales: hasta el brillo de la docena de obras maestras parece haberse contagiado de la anodina y gregaria vecindad.

Lo de Hammershoi me ha devuelto, como un relámpago, la imagen de una ciudad no entregada a sus políticos. De una ciudad que antes de exigir reconocimiento para ser (sea el ser nación o hub aéreo) quería estar. El montaje me ha devuelto incluso la luz que asocié siempre a la ciudad donde nacimos. Una luz gris plata, con sobrios reflejos de escama de pez. El gris, que a diferencia de otros cromatismos abusivos, es el color donde mejor se proyecta la experiencia humana.

Sigue con salud.

A.

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