Africa está en llamas. Los conflictos se reavivan en todos sus confines. En Zimbabue, el presidente Mugabe se aferra al poder amparándose en sus temibles fuerzas de seguridad. La población, harta de miseria, comienza a perder el miedo, como muestra el arzobispo Ncube, quien se ha mostrado dispuesto a encabezar la sublevación contra el tirano. En el corazón del continente, los congoleños vuelven a revivir las luchas fratricidas entre partidarios del presidente y de su rival, Jean-Pierre Bemba. En Somalia, los rebeldes han desatado la oleada de violencia más intensa de los últimos tres meses. Milicias islámicas y clanes tribales luchan contra el Gobierno y las tropas de Etiopía por el control de Mogadiscio.
HARARE.- La reunión, clandestina y tensa, se celebra fuera del horario de trabajo en las oficinas desiertas de un intermediario. El oficial de alto rango de las fuerzas de policía de Robert Mugabe no se esfuerza en ocultar su nerviosismo. Si lo identificaran, «desaparecería» (quiere decir que lo asesinarían).
Sin embargo, el oficial no muestra la más mínima vacilación a la hora de exponer el creciente desencanto reinante en las filas de la policía de Zimbabue y da a entender que muchos de sus miembros harían la vista gorda si la población se levantara contra su presidente.
El hecho de que este hombre asuma un riesgo tan enorme da la medida de hasta qué punto se está debilitando el control que Mugabe ejerce sobre el poder. También aclara por qué el presidente de Zimbabue quiere traerse 2.500 paramilitares de Angola para apuntalar su régimen.
El arzobispo Pius Ncube, de Bulauayo, se sumó el jueves a la presión en contra del presidente Mugabe. El religioso hizo un llamamiento a los zimbabuenses para que «se alcen y se echen masivamente a las calles, y exijan a este hombre que se retire».
Según el arzobispo, «el mayor problema de la gente en Zimbabue es que es cobarde, como yo lo soy, pero estoy dispuesto a encabezar la revuelta, aunque haya tiroteos».
Ncube acusó al Gobierno de mantener un sistema de «represión terrible» y de negar a los ciudadanos derechos básicos. «Los Derechos Humanos son un regalo de Dios. Nadie puede acabar con ellos. Está justificado que la gente opte por la desobediencia civil», añadió el religioso, según Reuters.
Mugabe salió ayer al paso de cualquier especulación sobre su futuro y prometió que sobreviviría a cualquier intento de Occidente de deponerle. «Nada me da miedo y menos aún esos pequeños Bush y Blair. Lo he visto todo. No temo a nada»», dijo ayer a sus seguidores.
Mientras, sabemos por el oficial de la policía con quien hablamos que Mugabe tiene miedo de dotar de armas a la policía por si algunos de sus miembros se vuelven contra él. A los oficiales se les ha ordenado que se empleen con brutalidad. Y si hasta las propias fuerzas de seguridad están cada vez más inquietas, es que Mugabe tiene problemas de verdad. El padre Ncube no ha hecho más que acrecentarlos con sus atrevidas declaraciones.
Este arzobispo larguirucho y desgarbado había ya anticipado sus comentarios durante una entrevista celebrada de madrugada con los enviados de The Times a principios de esta semana en un pequeño jardín anejo a su catedral. «Si pudiéramos reunir a 30.000 personas, ni siquiera el Ejército de Mugabe tendría capacidad para controlar a esa multitud», apuntó.
Lo cierto es que lo que hemos visto en Zimbabue es terrorífico. En las zonas rurales de una nación que en otros tiempos fue el orgullo de Africa, los niños se están muriendo de hambre. La hiperinflación convierte en humo los salarios y los ahorros de la población. Dos quintas partes de la población padecen desnutrición.
Resultaría aventurado dar por hecho que los 27 años de régimen de Mugabe van a caer en las próximas semanas. Todos le aborrecen pero todos le temen. Sin embargo, no faltan indicios de una actitud popular de desafío como rara vez se había visto hasta ahora.
El presidente Mugabe es un superviviente experimentado, e incluso sus críticos reconocen que es un maestro brillante de la táctica. También saben que no se detendrá ante nada para mantenerse en el poder.