Domingo, 25 de marzo de 2007. Año: XVIII. Numero: 6307.
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50º ANIVERSARIO DEL TRATADO DE ROMA / Las minorías lingüísticas
«Unida en la diversidad»
La divisa de la UE refleja la realidad de un continente que rescata con orgullo el prestigio de sus tradiciones e idiomas minoritarios
GIONATA CHATILLARD

MADRID.- En una época de creciente globalización y caída de las fronteras transnacionales, Europa parece redescubrir cada vez más sus tradiciones olvidadas y rescatar con orgullo el prestigio de sus usanzas locales. Tras décadas de represión por parte de los regímenes dictatoriales del siglo XX, las minorías lingüísticas reclaman hoy con fuerza su identidad histórica, en un proceso en que la reivindicación política se acompaña de la comercialización turística de productos culturales autóctonos.

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Según Tove Malloy, del Centro Europeo para las Minorías (ECMI), «no se trata de que la etnicidad sea un valor en alza, sino que el creciente multiculturalismo en el que vivimos hace más visible el proceso de identidad y diferenciación social».

«La mayor amenaza para nuestra comunidad no es sino la globalización», asegura a EL MUNDO John Angarrack, cuyo grupo, Cornwell 2000, está librando una batalla política para que el Gobierno del Reino Unido reconozca a Cornualles como una minoría étnica. Hoy se asiste a un importante esfuerzo para rescatar el idioma y las tradiciones de esta pequeña región situada en el extremo suroccidental de Inglaterra.

Preguntado sobre si también Bruselas representa una amenaza para su pueblo, Angarrack no duda en afirmar que los Veintisiete «no tienen nada que ver con la Coca-Cola». En este sentido, señala que la UE no es un subproducto de la globalización, ya que «sabe aceptar y mantener las diferencias», al tiempo que reconoce la diversidad lingüística como piedra angular y auténtico principio operativo de sus instituciones. Como el Comité de las Regiones, creado en 1994 y formado por representantes de entes locales de toda Europa. Entre las funciones de este órgano consultivo, está la salvaguardia de las tradiciones lingüísticas de los 40 millones de ciudadanos que, en este continente, hablan un idioma diferente al que se utiliza oficialmente en el país donde residen.

Y es que, en una Europa sin aduanas, las divisiones territoriales que conservan más sentido son precisamente las etnolingüísticas, que a menudo unen unas comunidades cuyos miembros se hallan esparcidos en diferentes países a causa de siglos de guerras y dominación ajena. Es el caso de los sami, una población que llegó al norte de la península escandinava hace aproximadamente 4.000 años. Su tierra, Laponia, se extiende desde Noruega hasta Rusia, pasando por Suecia y Finlandia. En el pasado, estos países intentaron convertir a los sami al cristianismo y prohibir su idioma en aras de la asimilación política. Sin embargo, su cultura y su lengua gozan hoy del reconocimiento oficial.

Ostracismo y persecución

Otra comunidad transnacional que también tiene reconocida su diversidad histórica la constituyen los walsers, que viven a caballo entre Austria, Liechtenstein, Suiza e Italia. Se trata de los descendientes de los habitantes de la región del Valais, que, entre los siglos X y XIII, emigraron para buscar una solución a la penuria económica y la sobrepoblación que azotaban sus tierras originarias.

«Medios como internet permiten un conocimiento más amplio de nuestra realidad, aunque los turistas están interesados únicamente en las estaciones de esquí o en la vertiente más folklórica de nuestras tradiciones», explica a este diario Ugo Busso, presidente de la Associazione Augusta, creada en 1967 para salvaguardar el patrimonio cultural autóctono. «Sólo una élite local se interesa por la lengua, que desaparecerá en el espacio de pocas generaciones, porque se desarrolló en un mundo rural que ya no tiene nada que ver con el actual», añade.

Busso pertenece a una comunidad walser que se encuentra englobada administrativamente en el Valle de Aosta, una región italiana que a su vez goza del status de minoría lingüística, lo que otorga a sus habitantes toda una serie de privilegios, como el poder disponer de más de 400 litros de gasolina gratuita al año. Se trata de una forma de compensación por la represión que esta zona sufrió durante el ventenio fascista, cuando incluso los nombres franceses de las aldeas locales fueron traducidos oficialmente al italiano.

Sesenta años después, el Valle de Aosta ha pasado de ser víctima de la uniformización forzosa del Estado a recibir beneficios exclusivos del Gobierno central. Tanto es así que hoy sus diputados pueden incluso hablar francés en el Parlamento de Roma, aunque en realidad los valdostanos... ¡nunca hablan este idioma entre ellos! Eso sí, tienen que aprenderlo en las escuelas, pero nunca lo utilizan en la vida cotidiana. Sin embargo, su rentabilidad política ha permitido a los partidos autonomistas mantenerse en el Gobierno regional durante décadas.

No obstante, no todas las minorías europeas han conseguido sacar provecho de su propia peculiaridad. Los roma, más conocidos como gitanos, constituyen una de las mayores etnias europeas, pero todavía no tienen un significativo órgano de representación política y tan sólo reciben el apoyo de diversas ONG. Fuentes de Amnistía Internacional estiman que entre siete y nueve millones de roma viven hoy en Europa.

Víctimas de la persecución nazi en el pasado, los gitanos siguen siendo objeto de ostracismo en casi todos los países donde residen y sobreviven sólo gracias a trabajos ocasionales, cultivos de subsistencia, caridad pública y robos. La Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) estima que su tasa de paro ronda el 70%.

«Unida en la diversidad» reza el lema de la UE, aunque todavía son muchas las disputas territoriales sin resolver y varias las formaciones secesionistas que siguen reclamando su independencia. A menudo se trata de contenciosos de carácter político-administrativo, protagonizados por comunidades étnicas que - como los corsos y los bretones en Francia- se han adaptado perfectamente al sistema económico occidental o que incluso constituyen auténticas vanguardias empresariales, como los vascos en España.

Otras minorías -véase los 60.000 sorbios que viven en Alemania o los 8.000 veps que quedan en Rusia- han conseguido sobrevivir a las brutales y sistemáticas persecuciones de las antiguas dictaduras, pero hoy sus poblaciones se ven diezmadas y corren el riesgo de desaparecer y quedar relegadas al mero ámbito de la curiosidad cultural.

En estas condiciones, la continuidad de muchas comunidades pasa forzosamente por una creciente comercialización de sus identidades locales en el ámbito turístico, un recurso que encuentra un mercado cada día más amplio para atraer a visitantes interesados en descubrir gastronomías peculiares, artesanías típicas, bailes folclóricos, trajes de otros tiempos y usanzas que se han mantenido intactas durante siglos.

«El turismo representa una fuente económica muy importante para que las minorías puedan sobrevivir», comenta a EL MUNDO Toni Ebner, presidente de la Asociación Europea de Periódicos en Lenguas Minoritarias (MIDAS). Sin embargo, aunque la diferencia cultural es una ventaja competitiva a la hora de vender productos autóctonos en un mundo globalizado, siempre existe el peligro de rebajar y simplificar excesivamente lo que se comercializa en aras de una mayor eficacia distributiva.

Hacer negocios con la propia cultura puede resultar en este caso un arma de doble filo. Para Ebner, «el meollo de la cuestión es buscar el justo equilibrio entre el puro folclore y el respeto a las tradiciones». Dicho de otro modo, en una Europa que alberga a decenas de minorías etnolingüísticas hay que encontrar la forma de hacer que la, a veces necesaria, venta de la propia peculiaridad histórica no se convierta nunca en una liquidación total.

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