Domingo, 25 de marzo de 2007. Año: XVIII. Numero: 6307.
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 NUEVA ECONOMIA
OPINION
Ahora, el Impuesto sobre el Patrimonio
FELIX BORNSTEIN

El Impuesto sobre el Patrimonio (IP) nació en 1977 y, con el establecimiento en nuestro país del delito fiscal, la eliminación del secreto bancario como obstáculo a la Inspección de Hacienda y una amplia amnistía tributaria, fue pieza clave de la reforma fiscal promovida por el ministro Fernández Ordóñez. Aunque su función más importante era la de controlar las rentas sujetas al IRPF, se le dotó igualmente de cierto potencial recaudatorio, ya que tanto el mínimo exento como la desgravación por hijos eran reducidos, mientras que las bases liquidables resultaban gravadas, de forma progresiva, según una horquilla de tipos que comenzaba en el 0,20% y terminaba en el 2% (actualmente, el 2,5%). Todos los inicios son balbucientes, aunque esto no siempre se reconoce. En el IP, sin embargo, el legislador fue sobradamente explícito: calificó el impuesto como «excepcional y transitorio», aunque sin aventurar una fecha de caducidad. Realmente, las autoridades económicas del momento no sabían muy bien la función y los efectos precisos que esperaban de la aplicación de este nuevo tributo.

El paso del tiempo no aclaró mucho las cosas. Hasta que, en 1991, el IP alcanzó carácter permanente y reorientó sus objetivos. Sin perder su naturaleza censal y complementaria del IRPF y del Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones, el legislador del 91 reforzó sus funciones de equidad («gravando la capacidad de pago adicional que la posesión del patrimonio supone»), de intervención económica (contribuyendo a «la utilización más productiva de los recursos») y niveladora (para «una mejor distribución de la renta y la riqueza"). Y, en un alarde de ingenuidad, el Ministerio de Hacienda justificaba también su reforma señalando que «la imposición patrimonial debe pasar a desempeñar en el futuro un papel compensatorio de los efectos de la libre circulación de capitales sobre la progresividad de la imposición sobre las rentas de capital, abandonando su tradicional y exclusivo papel de control».

La Agencia Tributaria ha cifrado en algo más de 1.200 millones de euros la recaudación neta del IP. Si la comparamos con los 179.380 millones de euros que en 2006 ingresó la Agencia de forma líquida por el conjunto de la imposición (la recaudación bruta fue de 221.415 millones), comprobaremos sin esfuerzo que los objetivos de equidad, redistribución de rentas y compensación del menor esfuerzo fiscal realizado por las rentas del capital, teóricamente asignados al IP, son un deseo piadoso bastante alejado de la realidad económica de nuestro país.

Esto no quiere decir que algunos contribuyentes no estén soportando una carga excesiva, pero ello no justifica el rechazo general a este tributo que se ha instalado en la opinión pública, aunque sea necesario redefinir sus funciones porque en los últimos años ha sufrido numerosos parches legales que lo han transformado en un tributo equívoco, injusto e ineficiente. En una época, como la actual, en que la política económica apuesta más por el crecimiento que por sus efectos redistributivos en la población, no extraña nada que la imposición patrimonial esté en crisis. En nuestro país, además, las Comunidades Autónomas (a las que se ha cedido en su totalidad este tipo de tributación) están exigiendo cada vez menos esfuerzo fiscal a sus ciudadanos y más transferencias del Estado, por razones electorales. En este ambiente, el IP no sólo no puede cumplir su antigua función complementaria de otros impuestos que están desapareciendo, como los de Sucesiones y Donaciones, sino que incluso él mismo está en evidente peligro de extinción. Ocurra lo que ocurra, esta figura impositiva merece un debate serio. Y no lo es afirmar que se trata de un caso de doble imposición por pagarse con una renta previamente sujeta al IRPF. Este último impuesto grava la entrada de una renta que luego se ahorra, invierte o se consume. Y nadie ve supuestos de doble imposición en los eslabones intermedios o finales de esta cadena, sometidos, por ejemplo, a los impuestos locales y al IVA. ¿Por qué, entonces, los que propugnan la supresión del IP piden a cambio un incremento del IVA? Adivina, adivinanza.

Félix Bornstein es abogado

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