Lunes, 26 de marzo de 2007. Año: XVIII. Numero: 6308.
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 CULTURA
Hoy se falla el I PREMIO VALLE-INCLAN DE TEATRO
Algo se mueve en la escena a la sombra de Valle-Inclán
DEBATE: EL ESTADO DE LA CUESTION. Un enfermo con salud de hierro. Eso es el teatro desde que el cine, la televisión y los inconcebibles mundos virtuales llegaron para quitarle el pan y el público. Y, sin embargo, se mueve. Hoy que todos los ocios se concentran en casa, hoy que el DVD ya está dejando los cines paulatinamente vacíos, el teatro vuelve a triunfar: sólo aquí suena viva la voz del artista, sólo aquí se vive una experiencia absolutamente 'real', sin intermediarios tecnológicos. Y además está la palabra, que llega pura al oído del espectador. El teatro vive así su enésima juventud y el I Premio Valle-Inclán viene a premiar con entusiasmo ese panorama, a dinamizar la escena. El telón de esta nueva distinción se levanta esta noche en el Teatro Real de Madrid con un jurado y una nómina de finalistas de campanillas. Que gane el mejor.
JAVIER VILLAN

Este gran don Ramón de las barbas de chivo, que dijera Rubén, vuelve a sacudir el teatro español dando nombre a un premio que quiere ser referencia imprescindible de lo que ocurre en la escena de Madrid, rompeolas eterno de todas las Españas. Hace tiempo que Valle-Inclán se ha consolidado como paradigma de modernidad: el esperpento demoledor, lúcido e inimitable. De otro lado, su carlismo inicial, estético y también político, acabó en un virulento anarquismo posterior, intelectual y también estético.

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Eran los tiempos en que, harto del teatro español, de los españoles y de todo, quería fusilar a los Quintero e instalar la guillotina en la Puerta del Sol. Por supuesto no hay que tomar esta radicalidad incendiaria en sentido literal, sino en otro más razonablemente metafórico; pero urge, metáforas aparte y ahora sí en sentido verdaderamente literal, un nuevo Ruedo Ibérico; y un nuevo esperpento que pase a los héroes de la actual historia por los espejos deformantes del Callejón del Gato; urge un Valle-Inclán, que no se vislumbra por ningún lado ni en invención lingüística ni en teatro ni en nada. Y mucho menos en su desafío a las distintas formas de poder. Carece la cultura española hoy de esa voz indiscutible y de profunda autoridad moral que tuvo siempre en los momentos más precarios de su historia. De entrada, la inminencia de un premio con su nombre, pórtico de la Semana Grande del teatro, ha suscitado una higiénica confrontación de opiniones sobre el estado de la cuestión teatral. Esto quizá sea premonitorio y no ha de pasar mucho tiempo en que, acaso, la temperatura escénica se mida por el termómetro del premio Valle-Inclán. En estos momentos se advierten signos e indicios de positivo regeneracionismo y hay, sin duda, una frondosa exuberancia en la cartelera.

En los últimos meses, entre Festival de Otoño, Escena Contemporánea, Alternativa, Teatro de las Autonomías y estrenos que podríamos llamar ordinarios, la oferta está siendo amplia. Pero no es oro todo lo que reluce. La programación es caótica y la descoordinación de la misma verdaderamente ejemplar. Hay obras que están en cartel uno o dos días, coincidentes y superpuestas en horario, lo que reduce su impacto cultural y la significación de su presencia; y hay otras, un poco menos fugaces, que llegan a Madrid con la legítima idea de hallar algún eco en los periódicos y ambientes teatrales que les dé, ante los programadores del resto del Estado, un aval honorable. Ello confiere a la crítica teatral una responsabilidad verificadora que no le es propia. Conviene, pues, no dejarse deslumbrar por las apariencias.

Momento histórico

La cifra de espectadores, alentadora ciertamente, está hinchada por los musicales, lo que distorsiona la valoración estadística final. Pero la cartelera revela una inquietante ausencia de autores españoles que sean reflejo y testimonio del momento histórico. Es más fácil actualizar a los clásicos que potenciar a los contemporáneos. Siempre hay excepciones, por supuesto; pero no justifican la desprotección del autor español. Hay nombres que podrían responder bien a este momento de crisis social; lo que acaso no haya es capacidad para asumirlos por parte de una sociedad anestesiada en la telebasura, ni suficiente apoyo oficial para proyectarlos. Una sociedad desdeñosa del teatro que retrata y cuestiona sus fundamentos es tan débil que camina hacia el suicidio.

La televisión también influye, sobre todo en lo referido a actores, en el teatro; una cara televisiva en el reparto de una obra es objetivo implacable. A causa de la onda expansiva de la televisión y los beneficios económicos que reporta, la mayor parte de los intérpretes son capaces de vender su alma al diablo abandonando compromisos teatrales menos rentables.

Cuando vuelven al escenario, si vuelven, vienen con los vicios de dicción, gesto y ademán del naturalismo degenerado. Por lo demás, no acaba de definirse el espacio de un teatro público ni el papel de la Administración en el desarrollo del teatro en general. En el fondo chocan dos ideas: la necesidad de un sector que llegue donde no alcanza la iniciativa privada y los recelos de un liberalismo a ultranza que considera el Estado como una agresión a las libertades, sobre todo a la libertad económica. O, en el mejor de los casos, como un gestor desleal que usa el dinero común para fines de autobombo y escaparate.

Una actividad de interés general como el teatro no puede subsistir sujeta sólo a la oferta y la demanda, está claro. Y ahí radican muchos de los problemas; las subvenciones públicas a la empresa privada están contaminadas de clientelismo político o amiguismo sentimental y, además, son insuficientes. Por otra parte, las megaproducciones de los centros oficiales no siempre responden a sus costes faraónicos; y la infraestructura de las distintas administraciones que favorece la difusión del teatro es considerada por muchos empresarios competencia desleal.

Parece claro que lo público ha de atender más a la calidad que a la ganancia, aunque no está escrito que taquilla y calidad sean incompatibles; lo privado, si es consecuente, deberá asumir los naturales riesgos del mercado. Algún tipo de colaboración eficiente, razonable y complementaria entre ambos sectores es obligación inexcusable.

Pie de foto titulada

EL JURADO.

De izquierda a derecha, Luis María Anson, Antonio Garrigues, Ruperto Merino, Blanca Marsillach, José Luis López Vázquez, Manuel Llorente (detrás), Analia Gadé, Jaime de Armiñán, Javier Villán, Francisco Nieva, Marta Rey, Jaime Siles y Antonio Mingote, durante la presentación del I Pemio Valle-Inclán de Teatro.

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