La pietra del paragone
Autor: Rossini. / Director musical: Alberto Zedda. / Director de escena / Pier Luigi Pizzi. / Intérpretes: Marie-Ange Todorovitch, Raúl Giménez, Marco Vinco. / Escenario: Teatro Real. / Fecha: 25 de marzo.
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El compositor veinteañero impuso aquí los términos en que su música debía disfrutarse, deleitando a la vez la supuesta frialdad del intelecto y la calidez convencional del corazón. La piedra de toque es, así, el título de una obra inaugural y la concesión del autor que contenta a la audiencia sin renunciar a ponerla continuamente a prueba.
Rossini, con una radicalidad supuestamente impropia de un artista popular, despliega una música arrebatadora, estimulante, de contagiosa efervescencia, libre de las servidumbres del sentimentalismo y, lo que resulta aún más sorprendente, independizada también de las exigencias de la moraleja. El maestro Zedda ha afirmado, con la autoridad del sabio estudioso, un dictamen ya indiscutible: el carácter esencialmente abstracto, incluso metafísico, de este genio paradójico, pues siendo rigurosamente incomprendido, logró una muy famosa lista de éxitos inmortales.
El musicólogo, al empuñar la batuta, imprime a la orquesta una vivacidad no reñida con la riqueza de contrastes ni con una peculiar acidez, que contribuye a dotar a la espumosa ligereza de la música de una peculiar profundidad. La orquesta responde impecablemente del misterio de Rossini, emerge del podio y del foso con una fuerza y un entusiasmo que no defraudará a quien se acerque a esta ópera, aunque lo que llega del escenario resulte en gran medida decepcionante.
El coro, normalmente sólido y bien empastado, aparece aquí somnoliento y difuso, tal vez alcanzado por el relajo que se respira en la mansión del nuevo rico. Y los cantantes, que se mueven como actores expertos, están muy lejos del virtuosismo, reconozcamos que diabólico, requerido por el compositor y bien servido por el director y la orquesta. Sus interpretaciones, en conjunto, se despliegan como acercamientos que si en el caso de Raúl Giménez alcanza a veces los matices exigidos, tratándose del Conde de Marco Vinco no es posible vislumbrar sino una sombra de su personaje. A Marie-Ange Todorovitch le falta quizás algo de picardía y agilidad, pero su Clarice está cantada con una meticulosidad, una, cabría decir, seriedad, de la que carecen en general sus compañeros de reparto, en su borroso desplazamiento sobre, o bajo, la música. Pier Luigi Pizzi propone un elegante decorado y un precioso vestuario, situando la trama en el lujoso chalé de un ricachón. Logra un espectáculo vistoso, esforzándose en teatralizar una acción que tiende al estatismo y a la inverosimilitud. Abusa, una práctica que empieza a convertirse en costumbre, de las salidas del escenario y del paseo entre las filas de espectadores; la profusión de centros de atención puede distraer, ya que se nos presenta una piscina con trampolín, varios apartamentos, un jardín y sombrillas, pero se recibe bien en su empeño de poner en escena una obra cuyo interés dramático es un puro pretexto para la música.
Todos fueron educada y sinceramente aplaudidos, sin que llegara a contagiarse del todo el vuelo arrebatado de Rossini, que impone, en la dureza de su levedad, un elenco de cantantes difíciles de encontrar hoy en día.
Producciones como ésta plantean algo decididamente inquietante: la aceptación más o menos sumisa de lo que hay, como si fuera preciso contentarse con aproximaciones a la obra, sin que la obra en cuestión acabe nunca de ser transmitida, recreada, comunicada en todo el esplendor de su potencia. La ópera, un objeto inalcanzable, la cumbre a la que nunca se llega. ¿Por qué?