La pompa que ha acompañado a los actos del 50º aniversario del Tratado de Roma apenas ha logrado disimular la profunda crisis en la que se encuentra la Unión Europea (UE), una de las mayores de su historia.
Se esperaba con gran expectación la llamada declaración de Berlín, impulsada por la canciller Angela Merkel, presidenta de turno de la UE. Pero la declaración se quedó en una enumeración de bellos principios genéricos sin ninguna consecuencia práctica.
El único compromiso concreto de los 27 países es su voluntad política de «dotar a la UE de fundamentos comunes renovados de aquí a las elecciones al Parlamento Europeo de 2009». Una manera indirecta y elusiva de decir que los Gobiernos y las instituciones de la UE trabajarán para disponer de una Constitución Europea antes de junio del año 2009. Merkel presentará un calendario de trabajo antes de acabar su presidencia en junio próximo.
La opción más viable es revisar la Constitución rechazada en consulta por Francia y Holanda y elaborar un texto más sencillo, que se limite a la enumeración de principios. Es probablemente lo único que se puede hacer, dadas las enormes divergencias que existen entre los grandes países.
Pero el gran problema que tiene Europa en estos momentos no es la redacción de una Carta Magna, sino llegar a acuerdos en asuntos tan importantes como la política exterior y de defensa, la política energética, los mecanismos comunes de decisión y el reparto de competencias entre los Estados y la Comisión. Mal se puede consensuar una Constitución si antes no quedan resueltas estas cuestiones que se arrastran desde hace cuatro o cinco años.
La UE nació en 1957 como un proyecto embrionario pero cohesionado en torno a Alemania y Francia. Fue desarrollándose de forma espectacular en los años 60 y 70, impulsada por una generación de políticos europeístas que habían sufrido el trauma de la Segunda Guerra Mundial. España se pudo beneficiar de ese tirón cuando ingresó en 1986. Pero la ampliación de 12 a 27 países que se ha producido en poco más de una década no ha podido ser asimilada, entre otras razones, por la falta de acuerdo en una reforma institucional -mal resuelta en Niza- que hoy es más necesaria que nunca, como reconoció ayer Angela Merkel.
Europa ha crecido pero a costa de perder sus señas de identidad y su proyecto común. Pero no hasta el punto de iniciar «un camino que le llevará a despedirse de la Historia», como afirmó anteayer Benedicto XVI en un discurso catastrofista e inoportuno. La UE se encuentra hoy en una encrucijada, pero puede encontrar un camino hacia el futuro si sus dirigentes son capaces de revitalizar los principios de Jean Monnet y de devolver a los europeos la confianza en las instituciones. Merkel ha dado un primer paso. Ahora nos toca a todos aportar nuestra contribución a esa nueva Europa por construir.
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