Lunes, 26 de marzo de 2007. Año: XVIII. Numero: 6308.
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 OPINION
TRIBUNA LIBRE
Legalidad y legitimidad
JORGE DE ESTEBAN

Cuando el actual ministro de Justicia irrumpió de forma arrolladora en la escena política, hace ya algo más un mes, lo hizo blandiendo una cuestión que se ha convertido en la prueba del nueve de la validez de nuestro Estado de Derecho. En efecto, vino a decir algo así como que el actual Consejo General del Poder Judicial, al no haber sido renovado hace ya meses, como está previsto en la ley, a causa, según él, del bloqueo que lleva a cabo el PP, carece de «legitimidad» en su composición, aunque sea «legal», porque no trasluce en su seno la actual mayoría parlamentaria.

De esta forma, se pone de manifiesto nuevamente una falsa y perversa concepción de la legitimidad, que ya han mantenido los gobernantes del PSOE en otras ocasiones, y que consistiría en que la mayoría gubernamental del momento debe imponerse en todos los sectores de la sociedad, incluido, por ejemplo, en el de los medios de comunicación de masas. Semejante creencia, por un lado, es falsa, porque, la legitimidad en un Estado de Derecho significa otra cosa, y, por otro, es perversa, porque si se siguiese al pie de la letra tal convicción el dogma de la división de poderes o de cheks and balances, como dicen los anglosajones, se vendría abajo, dando lugar a la aparición de un Estado totalitario.

Por lo demás, al ministro hay que recordarle que el actual sistema de nombramiento de los miembros del Consejo del Poder Judicial, retorciendo la letra de la Constitución, fue regulado en la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985, a iniciativa del Gobierno socialista y en contra del primitivo sistema, más acorde con lo establecido en la Constitución. La Ley, como se sabe, fue recurrida ante el Tribunal Constitucional y éste, en una sentencia pastelera, dio por bueno el nuevo criterio de nombramiento de los miembros del CGPJ, que serían elegidos todos por el Parlamento, pero advirtiendo del peligro de politización en que se podría caer, como así ha ocurrido.

Desde entonces, prácticamente casi ninguna vez se ha producido su renovación a tiempo, siendo los dos grandes partidos nacionales los únicos culpables de esta falta de regularidad de una institución fundamental de nuestro sistema democrático. Ante tal situación, que era fácilmente previsible, el Consejo actúa muchas veces en funciones, circunstancia que no le gusta al actual ministro de Justicia, por lo que, en un primer momento, hizo el amago de recortar, mediante una ley, las competencias del Consejo actual en funciones; una modificación tan claramente inconstitucional que ha tenido que abandonarla finalmente.

Pero sea lo que fuere, el hecho es que su intervención nos sirve para poder reflexionar sobre el dilema que pueden plantear los actos y las instituciones del Estado de Derecho, que deben siempre actuar bajo el doble lema de la legalidad y la legitimidad. Cabría afirmar que en el origen doctrinal del concepto de Estado de Derecho coexistieron dos diversas versiones: una primera, cualitativa, de inspiración kantiana, que se refiere al contenido del Derecho vigente, a los valores y principios que deben regir en una sociedad democrática y a la garantía de los derechos fundamentales de los ciudadanos. Y, una segunda, formal, de inspiración hegeliana, que privilegia más la apariencia externa del orden jurídico estatal.

Como se sabe, esta segunda versión es la que se impuso durante mucho tiempo en los países que adoptaron el Estado de Derecho y cabe sostener que descansaba, sobre todo, en el principio de legalidad. Sin embargo, la experiencia mostró -sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial- que un Estado de Derecho puede convertirse, o ser, un mero Estado de Leyes, como ocurrió, por ejemplo, con los estados totalitarios alemán e italiano, así como con el franquista, por lo que era necesario fundir las dos versiones mencionadas del Estado de Derecho. De este modo, los actos y las instituciones del Estado deben ser, o funcionar, no sólo bajo la legalidad, es decir, bajo el sometimiento a las leyes vigentes, sino también de acuerdo con la legitimidad, la cual exige que esos actos o instituciones sean acordes con los principios, valores y creencias mayoritarias que rigen en una sociedad, y que, en consecuencia, debe poner en pie y practicar una democracia que no sólo sea formal o jurídica, sino también legítima o ética.

En esta perspectiva, es decir, aceptando la unicidad de esa doble versión, es como hay que situar a nuestra vigente Constitución, puesto que mientras que en su artículo 9 se establece con toda claridad el principio de legalidad, en el 10 se adopta una interpretación tácita del principio de legitimidad, al referirse a la dignidad de la persona, al libre desarrollo de la personalidad y a sus derechos inviolables.

Así las cosas, creo que resulta claro que la dualidad legalidad-legitimidad debe estar siempre presente en los actos de los gobernantes, de los jueces, y, en general, de todos los operadores jurídicos. Y, sin embargo, no siempre ocurre así, como nos lo están demostrando los últimos acontecimientos de nuestro país, en los que unos equivocados intereses políticos están dando al traste con esta dualidad básica de nuestro Estado de Derecho. Sin ánimo exhaustivo, pues hay muchos más, voy a citar los tres ejemplos más significativos de este momento. En primer lugar, el caso De Juana Chaos, que ha provocado una marejada de protestas en grandes sectores de la sociedad. Admitamos, como dice el Gobierno, que en su carcelación atenuada, según unos, o excarcelación virtual, según otros, se ha tenido en cuenta la legalidad vigente en el momento de su enjuiciamiento. El Código proveniente de la época del franquismo permitió reducir su condena de más de 3.000 años de prisión por 25 asesinatos a 18 años, es decir, a menos de un año por delito. Después, se le prorrogó la prisión por un delito de apología del terrorismo contenido en dos artículos de prensa, por el que fue condenado por la Audiencia Nacional a 12 años, aunque posteriormente el Tribunal Supremo lo dejó en tres. Y, para acabar, el Gobierno, en una dudosa medida que no se adecua, según muchos, a la legalidad, se basó en una semificticia huelga de hambre para trasladarle a un hospital de San Sebastián. Aceptemos, sin embargo, que tanto los jueces como el Gobierno se han movido dentro de la legalidad, incluso con todos los reparos que se podrían hacer. Pero, por el contrario, de acuerdo con el principio de legitimidad, se trata de una medida que ha producido una evidente alarma social, porque nadie puede entender que un asesino múltiple, que no se ha arrepentido, y que hasta ha brindado con champán cuando ETA asesinaba a inocentes, sea prácticamente puesto en libertad. Algo falla así en nuestro Estado de Derecho, cuando de los dos principios mencionados uno está claramente ausente.

Con todo, el segundo caso es jurídicamente más grave, porque en él no sólo se ha conculcado el principio de legitimidad, sino también el de la propia legalidad. Me refiero a la absolución de Arnaldo Otegi, que había sido imputado a causa de un delito de enaltecimiento del terrorismo, tipificado en el artículo 578 del vigente Código Penal. Como es sabido, a pesar de de la denuncia hecha en su momento por el Ministerio Fiscal en razón de una de las funciones que le encomienda el artículo 124 de la Constitución, concretamente la de «promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad», el fiscal general del Estado, por persona interpuesta, ha conculcado este principio, violando así también el artículo 9 de la Constitución, que establece que todos los poderes públicos están sujetos a la Carta Magna y a las leyes.

Pero es que, además, esta absolución va en contra del principio de legitimidad, porque se trata de la absolución del líder de un partido político declarado ilegal, y que ni acepta la Constitución, ni el más sagrado de todos los derechos que es el de la vida. Decisión que, por supuesto, ha irritado a los miembros del Tribunal que debía enjuiciarlo, contemplando cómo el fiscal retiraba la imputación de un hecho probado como presunto delito, originando así no sólo una colisión gravísima entre dos órganos del Estado, sino que, además, ha escandalizado a la ciudadanía, que contempla con estupor como el Estado de Derecho, basado en los principios de legalidad y legitimidad, se convierte en pura fachada de cartón piedra, cuando en esta medida ambos principios han sido asombrosamente anulados

Y, por último, hay un tercer supuesto que todavía no se ha producido, pero que va camino de hacerse realidad. Me refiero a la posible participación del partido político Batasuna, declarado ilegal por el Tribunal Supremo, tanto camuflado con otro nombre o como varias agrupaciones de electores, porque si esto fuese así no sólo se estaría incumpliendo la Ley de Partidos Políticos, es decir, el principio de legalidad, sino también el principio de legitimidad, al dejar concurrir a unas elecciones democráticas a un partido clandestino que ni acepta las reglas de juego existentes, ni tampoco respeta la vida de las personas.

Por supuesto, como en el caso anterior, la desaparición de los principios de legalidad y de legitimidad harán ficticio a nuestro Estado de Derecho. Pero hay más, porque la vuelta de Batasuna-ETA a las instituciones representativas, significaría que nuestra Constitución y el orden jurídico que crea, se habrían convertido en mero papel mojado, habiéndose impuesto los terroristas al Estado de Derecho. Entonces habríamos pasado de la fuerza de la razón a la razón de la fuerza, porque, en definitiva, digámoslo claramente, este Gobierno ha quitado la venda de los ojos de la figura con que se representa a la justicia, a fin de que ésta no sea ciega, y pueda ver bien a los terroristas a quienes quiere favorecer de manera suicida.

Jorge de Esteban es catedrático de Derecho Constitucional, presidente de Unidad Editorial y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.

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