Martes, 27 de marzo de 2007. Año: XVIII. Numero: 6309.
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CONGRESO DE LA LENGUA / El homenaje a García Márquez en Cartagena de Indias lo erige como el 'Cervantes' de las letras americanas / El escritor intercaló recuerdos personales con fragmentos de 'Cien años de soledad'
«Mis lectores, el país más poblado del mundo»
BORJA HERMOSO. Enviado especial

CARTAGENA DE INDIAS (CO-LOMBIA). - Embutido en un saco de lino de color blanco nuclear, el hijo del telegrafista de Aracataca surgió en el Auditorio Getsemaní entre el delirio de escritores, académicos, profesores, políticos, estudiantes, periodistas, editores y demás especies. De repente, uno creía estar más ante el advenimiento de Madonna en el Madison Square Garden o en el pitido inicial del Millonarios de Bogotá - Deportivo Cali, que en el acto inaugural de un Congreso de la Lengua.

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«¡Gabo, Gabo, Gabo!», clamaban algunos. Otros ondeaban banderas al paso de Gabriel García Márquez, que atravesó el auditorio del Centro de Convenciones de Cartagena de Indias como Julio César entraba en el Circo Máximo, o como cuentan las crónicas que entraba. Ya lo iba a decir después el autor de Cien años de soledad: «Ni en el más delirante de mis sueños llegué a imaginar que podría asistir a este acto». Un acto de homenaje que, tras casi tres horas de duración, iba a morir por la vía folclórico-emotiva con los Niños del Vallenato cantándole al protagonista del día, mientras una lluvia de mariposas amarillas llovía del techo. «¡Con cariño le cantamos, señor García Márquez, de Colombia el hombre más importante!».

La gabomanía se había instalado desde días atrás en Cartagena y ayer estalló entre la mezcla de brillantez y exceso a que suelen dar lugar este tipo de homenajes, donde por no faltar no faltó ni Bill Clinton, que llegó tarde como una de esas prima donna autotraicionadas por su afición a demorarse en el camerino. El presidente Uribe y los Reyes de España, y con ellos todo el auditorio, se pusieron en pie para recibir a un ex mandatario, en lo que supuso un gesto de cortesía diplomática pero también una escena cercana al happening dadaísta.

Expectación inusitada

En ese contexto se desarrolló el tributo a Gabriel García Márquez. Un tributo en el que Carlos Fuentes hizo el elogio del homenajeado... pero no con un discurso original, sino leyendo casi calcada la introducción por él escrita para la edición conmemorativa de Cien años de soledad (Alfaguara), que ayer recibió el escritor colombiano de manos del director de la Real Academia, Víctor García de la Concha. En ella, Fuencho, como le llama García Márquez, cuenta cómo en 1966 le escribió a Julio Cortázar, a su retiro del sur de Francia, para decirle: «Acabo de leer el Quijote americano».

El homenaje a Gabo había despertado unas dosis de expectación inusitadas, entre otras cosas, porque la renuencia del mago de Aracataca a los saraos (sus espantadas son bien conocidas) impedía saber con seguridad cuál iba a ser su grado de implicación en éste. Pero no sólo Gabo estuvo, sino que Gabo habló, y no sólo eso, sino que leyó un discurso que -por lo personal y lo emotivo- se convirtió en una exquisita pieza de evocación narrativa.

«Pensar que un millón de personas pudieran llegar a leer algo escrito en la soledad de mi cuarto me habría parecido una locura... ahora sé que mis lectores, todos juntos, formarían uno de los países más poblados del mundo. Y esto no son palabras jactanciosas, sino que es la demostración de que hay millones de lectores de textos en lengua castellana que siguen esperando ansiosos este alimento», leyó García Márquez.

Después, la disparatada fauna que poblaba ayer el inmenso Auditorio Getsemaní recibió el regalo de escuchar el arranque de Cien años de soledad de labios de su creador: «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo». Pero la emoción contenida se rompió en un mar de risotadas cuando el propio García Márquez admitió así de fascinantemente lo inadmisible: «Tenía esa frase, pero no tenía la menor idea de su significado, ni de su origen, ni de adónde debía conducirme». Hay frases así, fabricadas por escritores así, que luego traen detrás el reguero de historias así: Cien años de soledad.

Contó luego, y todo el mundo se quedaba boquiabierto, «aquellos tiempos en los que yo no ganaba ni un centavo», los viejos y difíciles tiempos en los que su mujer, Mercedes Barcha, fabricaba alquimias de brujo y equilibrismos de vértigo para pagar el alquiler del piso y dar de comer dos veces cada día al maestro y a los dos hijos de la pareja, seguramente en la confianza de que había un genio en casa, aunque todavía el mundo no lo sabía.

Por contar, el Nobel contó hasta aquellas vergonzantes pero imprescindibles visitas al Monte de Piedad, porque comer, había que comer. «Y allá fuimos, con las joyas que Mercedes había recibido de su familia. Y el experto las examinó con todo detalle, y luego nos las devolvió con una verónica de novillero y nos dijo: '¡Eso es puro vidrio!'». Tuvo que cortar el escritor la ovación de la gente para proseguir su relato. Su evocación de cuando su mujer y él fueron a la oficina de correos de México D.F., donde vivían en 1966, para enviar al editor bonaerense Francisco Porrúa el manuscrito definitivo de Cien años de soledad. «El envío costaba 80 pesos, pero sólo teníamos 50. Así que pensamos en mandar una parte, y la otra ya la mandaríamos más adelante. Lo hicimos, pero luego nos dimos cuenta de que habíamos enviado la segunda parte, no la primera. Y entonces Francisco Porrúa nos adelantó el dinero para poder mandarle la primera parte». Y García Márquez cerró su relato con esta frase: «Fue así como volvimos a nacer a nuestras vidas de hoy».

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