Nicanor Parra (Chillán, Chile, 1914) vino de la Física como quien regresa de una tarde de frío. «He llegado a comprender que en la palabra no hay nada», dice. Es el gurú escurridizo de la poesía chilena de las últimas décadas. El hombre hacia adentro que piensa que «el ser humano se ha rendido». Por eso, ante el decorativismo de cierta parte de la cultura, él decidió fundar la antipoesía, un archipiélago lúcido de intersecciones, desacatos, desvaríos.
La obra de Parra es un sistema sin sistematizar. Una aventura que se concentra en un millar de páginas necesarias que ahora ha reunido por vez primera la editorial Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores bajo el título Obras completas & algo + (1935-1972), supervisadas por Niall Binns y al cuidado de Ignacio Echevarría. Esta reunión de textos de toda una vida se abre con una dedicatoria parriana, ácida y volatinera: «Opera Omnia. Basura para todos. A Dios, exista o no exista».
Hermano de la cantautora suicida Violeta Parra, se siente tan cerca de la ciencia como de la poesía. Lúcido e irreverente ha agitado a lo ancho de las décadas el discurso poético latinoamericano. Su primer libro, Cancionero sin nombre, salió en 1937. Desde entonces, su viaje por el idioma ha sido una trepidante conquista de lugares propios, cargados de una energía inesperada por insólita.
Pero la cima de esta concepción suya del arte, de la literatura, de la vida desacralizada, comenzó con su particular revolución antipoética allá en 1946, cuando Nicanor Parra entró como profesor de Mecánica Racional en la Universidad de Santiago de Chile. «El antipoema es el poema tradicional enriquecido con la savia surrealista. Lo mío es una apuesta constante por lo coloquial, por recuperar la oralidad perdida», apuntó. Y poco después llegó por fin el germen de aquella insurgencia con el libro Poemas y antipoemas (1954).
Buscaba un lenguaje directo, inesperado, juguetón, profundo por vía de la risa y de la ira, del humor negro, de lo elemental como provocación contra el templo emocional de los oscuros: «Me parece que el éxito será completo/ cuando logre inventar un ataúd de doble fondo/ que permita al cadáver asomarse al otro mundo», escribió en el poema Madrigal.
Por entonces el poeta/padre de varias generaciones en Latinoamérica era Pablo Neruda. Y Parra tuvo claro que la única forma de levantar una voz personal era zafándose de él, escapar endemoniadamente de su poderosa influencia, encontrar en otra latitud del lenguaje las fuertes raíces, el lugar del que salir renovando el embrujo del poema. «Entonces encontré un juego entre el logos y la ley de la selva», subraya.
Allí instauró Nicanor Parra, felizmente, sus dominios: desde la narratividad recobrada, desde la ironía como escudo contra la solemnidad. Y en esa dirección publicó La cueca larga y después Versos de salón. Para llegar a la ruptura total de los Artefactos, aparecidos en 1972, en un año de decepciones por el curso de la Revolución cubana y otros agravios políticos. La descarga de su obra nueva llegó a su máxima expresividad en aquella caja con 200 postales dentro que fueron su ruptura con el soporte libro, con el lirismo. «Me emborracho porque me da la real gana./ Métanse los buenos consejos por el culo», escribió en uno de los Artefactos. Y cerró la serie con una declaración: «Chao y perdón si me he excedido en el uso de la palabra».
La crítica se le echó encima. Parra iba de nuevo en dirección contraria. Los golpistas de Pinochet pegaron fuego a los Artefactos. Y le llegó la hora del ostracismo bajo la campana asesina de la dictadura.
Pero acostumbrado a nadar contracorriente, se levantó de nuevo. Ha continuado escribiendo. Incluso ganó el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana en 2001, a pesar de haber militado fieramente en el antioficialismo. «Por mi parte, pienso querellarme contra los responsables de que me concedan este galardón», bromeaba entonces. Provocador hasta el final, como en uno de sus últimos libros, Chistes pa(r)ra (des)orientar a la (policía) poesía.
A los 92 años sigue vital, mecido sobre los chispazos de su inteligencia inmediata, burlón, infatigable: «Lo antipoético es ya una antigualla del siglo XX. Por eso ahora me desplazo hacia el silencio, hacia las imágenes», ha dicho en alguna ocasión. «Porque el lenguaje poético es hoy una jerga que termina por asfixiarnos». Y a él siempre le ha gustado respirar a su manera, desde el desorden de su coherencia.