FRANCISCO UMBRAL
Sabino Fernández Campo ha recibido en estos días un sincero homenaje de los hombres que fueron sus colegas, su entorno, su escenario. Hoy Sabino es pura soledad en forma de memoria entre las sabinas asturianas. Cuando el Rey era una distancia, Sabino era la única forma de salvarla. Cuando el Rey fue anécdota borbónica, Sabino se nos aparecía ya como una categoría. Ahora se diría que vuelve, pero su ausencia forma parte del paisaje monárquico hasta el otro lado de los patos municipales y socialistas.
Cuando Sabino llegó al Palacio Real éste volvía a ser el Palacio de Oriente. Más tarde, escandalosamente tarde, Sabino era una rama desgajada del árbol borbónico, una rama caída bajo el peso de su propia verdad. Cuando Sabino llegó a esa playa de río, éste volvía a ser el Palacio de Oriente. Más tarde, bulliciosamente tarde, nuestro hombre era una rama destituida del árbol familiar, una rama vencida bajo el cielo de su propia realidad. Eran los tiempos de la monarquía socialista y liberal. La picaresca del Manzanares llegaría hasta el Rey con libros e improvisaciones de rara consideración. Parece que Don Juan Carlos se distraía con todo. Ahí estaban los manuscritos de otro aristócrata borbonizante compravendiendo la biografía incompleta y en tecnicolor del postrer Borbón. La fiesta de los improvisados pasó por manos de Sabino. Tenía que pasar. Él era la conciencia oficial del sistema, el confesor de Isabel II, si falta hiciere. Y esto, la entereza confesional, fue lo que perdió a Sabino. Un cierto rigor que bajaba de las sierras astures como una humedad de oro. La rigidez de su gestión le hacía creer en sí mismo, pero las razones de un palaciego nunca son las razones de palacio.
Sin sentirlo, Sabino había impuesto su persona como atributo de la personalidad real. Ante el mundo había ejercido un hermoso chantaje a su Rey. Pero ya habían pasado suficientes cosas como para que Fernández Campo, con un apellido municipal y otro apellido hermosamente rural, aprendiese a distinguir qué rey era el Rey y quién era el escribano. Pero hay en Sabino una honradez que parece hierro colado y nada más y nada menos que es hierro forjado. Nuestra Monarquía cambió de signo, para bien y para mal, abandonando cierto aire cardenalicio de paisano para asumir un retrato civil que es donde felizmente nos hemos quedado. Los años han llovido como plata fresca sobre la desnudez geográfica de Sabino Fernández Campo. Los perdis valleinclanescos están en la calle pero ya no frecuentan alegremente la Monarquía sino como cruzados de la causa. Era la hora de recuperar sentimentalmente a Sabino, era el momento de escribirle una carta viril y real. Nuestro hombre lloraba un llanto metafórico, devuelto a los soles de Madrid que nunca le abandonaron. Sigue siendo un noble caballero sin espada.
Cuando la política cortesana está más en peligro que nunca y España se multiplica en Estatutos, volvemos a acordarnos de Sabino Fernández Campo, el hombre que quería una política, y por tanto un rey, a la antigua usanza, que era la monarquía churrigueresca de los golfantes oportunistas, cuando la familia real ha crecido con la multiplicidad de una familia española. El Rey asiste a la civil, a la incivil guerra fría de media España contra Madrid.
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