Occidente cree haberle puesto nombre a todo, cree conocerlo todo. Pero sólo se asoma al exterior a través de la ventana que le brinda Internet. Cuanto más complejo es un sistema, más inútil resulta en una situación extrema; las nuevas tecnologías no sirven para comunicarse con la naturaleza.
Gabi Martínez (Barcelona, 1971) ha recuperado el olvidado género de la aventura para adentrarse en la paradoja que, según él, representa nuestra civilización. La metáfora de su novela, publicada por Alfaguara, arranca desde el propio título: Sudd significa lo mismo que Babel «antes de que Babel fuera un símbolo», y se explica: «Creo que nos corresponde crear nuevos mitos».
El mito, esta vez, se encuentra en ese Nilo desconocido que hay más allá de Egipto, en Sudán. Una expedición cosmopolita, compuesta por empresarios, políticos y representantes de dos tribus que han mantenido una guerra durante más de 20 años, remontan el río hacia el sur. Su viaje pretende ser un símbolo de paz, pero acabará poniendo a prueba la ley del más fuerte. O del más listo.«Incluso en las situaciones primitivas, el más sofisticado es quien tiene las de ganar», apunta el autor.
En este caso, el sofisticado es el que sabe idiomas; el que, entendiendo a todos, lo entiende todo. Y el que, desde un aparente segundo plano como traductor, puede dar su voz y dominar la situación.«Me sorprende que el tema lingüístico se haya tratado tan poco en la literatura», dice Martínez. «En realidad, los grandes manipuladores de la lengua han acabado siendo los políticos, quienes le han devuelto su poder en el peor sentido de la palabra». En Sudd, el manipulador es el personaje principal.
Atrapados en un pantano cuyas dimensiones son las de un país europeo, los viajeros de La Nave convierten su barco en una torre de Babel donde cada uno entiende lo que quiere. A su alrededor, unas islas flotantes les impiden divisar la orilla, extraviándolos en una suerte de laberinto móvil: «Quien va a la deriva, sólo puede perderse», dice Martínez, «nos encontramos en un momento de saturación informativa en el que aquello que nos une es preguntarnos hacia dónde vamos».
Ni el GPS, destrozado en un tiroteo, ni el teléfono móvil -fuera de cobertura por intereses norteamericanos- servirán de guía en el centro de Africa. Y los tripulantes tendrán que volver a sus instintos para sobrevivir.
O, al contrario, recurrir a la literatura. Y es que, en una de esas paradojas a las que recurre Martínez, la reivindicación de la escritura se convertirá en su propia burla: consciente de que los grandes exploradores escribieron diarios en los momentos críticos, el ministro Osman decide hacer lo mismo, y anima al resto de la tripulación a que siga su ejemplo. La mayoría de los viajeros no sabe ni coger un bolígrafo, pero creen que lo que dejen grabado representará una posibilidad de supervivencia.
Mediante una narración clásica que -por el fondo más que por la forma- recuerda en ocasiones a La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, o a Stevenson, Martínez se adentra en ese lugar que no sabríamos ni nombrar; no porque no exista, sino porque no nos hemos aventurado a conocer. Él sí lo ha hecho; primero en persona y luego en su novela. Sabe, como le dijo un guía, que «casi nada es tan peligroso como te cuentan». Pero el casi no lo engloba todo. Y todo depende de la definición de peligro.