Miércoles, 28 de marzo de 2007. Año: XVIII. Numero: 6310.
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El peor enemigo es el que está encubierto (Séneca)
 CULTURA
DECADENCIAS
Teatro leído
LUIS ANTONIO DE VILLENA

Hace ya años (cuando el público general tenía un mayor interés por la cultura y por tanto los índices de incultura o ignorancia eran menores que hoy) se hablaba de teatro de cámara y de teatro leído. La primera expresión aludía a salas pequeñas para obras de teatro minoritarias. Hoy el nombre no existe, las salas sí.

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Sin embargo no se piensa apenas en representaciones donde los actores sentados (quizá con la iluminación y la música convenientes) sólo interpreten con la voz. Es decir, lean obras, que en general se juzgan de complejo montaje o muy literarias. Desde el Renacimiento -si no desde la Antigüedad romana- se supo que cierto teatro muy literario, con mucho texto -diría un director nuevo- parece estar hecho para la lectura (aunque sea interpretativa) mejor que para la representación misma.

¿No se dijo que las tragedias de Séneca o nuestra Celestina se pensaron más para la lectura que para la escena? ¿No resulta mucho teatro clásico -Shakespeare, Calderón- largo para el gusto actual y sólo se representa con abundantes cortes? Y sin embargo, pese a la obvia literaturidad de mucho teatro, se dice que el teatro no se lee y por eso no se publica. ¿No será al contrario?

La editorial barcelonesa Alba acaba de sacar en dos tomos cuatro notables obras de uno de los grandes dramaturgos del siglo XX, al que a menudo se acusó de muy literario, Tennessee Williams, pese al éxito inicial y fílmico de piezas tan archicélebres como Un tranvía llamado Deseo, El zoo de cristal o Una gata sobre un tejado de zinc, tres de las que se acaban de editar junto a una obrita menor, Un análisis perfecto hecho por un loro.

Prólogos de Miller y de Albee y textos cortos de la época de mano del propio Tennessee completan los volúmenes. La intención (creo) es obvia: teatro para leer. Efectivamente Williams es un autor que amaba el texto (sin perder para nada el olfato dramático) pero, en cualquier caso, y aunque el fin del teatro sea la escena, si hoy eso parece arduo a menudo ¿por qué no leer teatro?

Nuestra propia imaginación pondrá el escenario y las voces (como en alguna novela, todas en el fondo) y el texto, sobre todo en ciertos autores no pierde lirismo o fuerza, quizá incluso la gane si vimos los textos mal interpretados.

No, no creo que leer teatro sea la muerte del teatro (tan necesitado hoy de riesgo empresarial y de voces nuevas), sigo creyendo que el fin del drama está sobre las tablas, pero que un parlamento literario (largo) bien dicho, convenientemente accionado, no tiene porqué aburrir. El teatro empezó a morir como literatura cuando ciertos directores experimentales consideraron que montaje y gesticulación actoral estaban por encima del texto y de su autor.

Yo creo lo contrario: director y actores están al servicio del texto (si éste vale la pena) y no a la inversa. Divinas palabras en manos de Víctor García iba contra Valle-Inclán. Acaso volver a editar teatro (volver a leerlo) nos acostumbre a juzgar que la calidad y el rigor de un texto es el primer y básico eslabón del teatro. Claro que los actores cuentan y mucho. Pero también ganan cuando cuentan con un texto de primera.

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