Miércoles, 28 de marzo de 2007. Año: XVIII. Numero: 6310.
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El peor enemigo es el que está encubierto (Séneca)
 OPINION
DESDE EL GUINDO
Lluís Llach
CARMEN RIGALT

La música no es cultura. Más que eso: es salud. Recurro a mi experiencia personal porque me explico mejor. La música tiene propiedades excitantes o balsámicas, dependiendo del uso que se haga de ella. Yo, que no soy partidaria del uso sino del abuso, suelo encerrarme con la música a solas porque no me gusta compartirla con nadie. En ese territorio íntimo me gobierno sin prejuicios, libremente. Nadie podrá deducir mi estado de ánimo a partir de la música que escucho. Tampoco sé con exactitud si la escucho por placer o dolor. Sólo busco la identificación con lo que suena, que no siempre es bello, trascendente o armónico. Alejada de cualquier pretensión intelectual, pongo la música que me pide el cuerpo. Voy de Dire Straits a Mozart, de Juanes a Lila Downs o de Brahms a Camilo Sesto. Con una selección tan variopinta nadie puede hacerse una idea de mis gustos. Ni siquiera yo.

En cierta ocasión, hurgando entre la música de mis hijos, encontré una recopilación de canciones bajo el título de Borrachos. Allí estaban, en dulce montón, Antonio Molina, Pedro Infante, Rafaela Carrá, la tuna y Camilo Sesto. Luego supe que el título no se refería a los intérpretes, sino al público. Los chicos ponían aquellas canciones a partir de las cinco de la mañana, cuando el alcohol y la música excitan un instinto de solidaridad universal que se manifiesta en abrazos y brincos. La música dispara el colocón.

Todo tiene su momento. En las horas de mayor sobriedad yo siempre acudo a Lluís Llach, cuya voz gangosa me arrastra por un río de piedras que me deja el corazón baldado. A Llach lo he consumido indistintamente con ron, con valium o con gominolas. Incluso a palo seco. Él me condujo por las barricadas del primer estatut («no es això, companys, no es això»), me enseñó la geometría del universo y hurgó en las heridas de mi sentimiento amoroso.

El otro día, Lluís Llach se despidió del público en Verges, su pueblo, donde una vez fui en busca de la línea de viento que había descubierto en sus canciones. Durante el último año Llach se ha ido despidiendo poco a poco, pero el de Verges era el adiós sin prórroga.

El cantante ya no volverá al Palau ni al Albéniz. Lo pienso y me sacude un golpe de vértigo, como un vacío inquietante y chicloso. Llach no me deja huérfana. Me deja jubilada, que es peor. La próxima vez que lo escuche (dentro de un minuto) me serviré un trago. Son las cinco de la mañana y necesito recordar con él la vida que no vuelve.

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