CARLES SANS
Hace unos días un amigo se lamentaba de que a su hijo le llamaran cobarde en la clase de gimnasia, porque por miedo se negaba a saltar el potro. El pobre era tratado de «nena» y lo marginaban con crueldad. Traté de consolar a mi amigo con las siguientes reflexiones: «¿Es absolutamente necesario que tu hijo supere el miedo a saltar el potro? ¿No tiene derecho a ser miedoso? ¿Ser cobarde es una enfermedad?»
Los humanos somos seres frágiles que nos afanamos en protegernos de todo aquello que, según nuestro criterio, puede dañarnos.Para eso, el organismo nos ha dotado de la sensación del miedo, gracias a la cual nos volvemos prudentes, y adquirimos la capacidad de protegernos ante lo desconocido y ante lo que pueda atentar contra nuestra integridad física y emocional.
Los efectos del miedo son tan potentes que algunos lo utilizan como herramienta psicológica para dominar la voluntad de los demás.
El miedo nos protege y, sin embargo, también nos bloquea y nos impide avanzar. De modo que es importante manejarlo de forma adecuada.
De manera frívola y arbitraria, se ha dividido a la sociedad entre las personas que tienen miedo y las que apenas lo sienten.A las primeras se les «agracia» con el caprichoso sambenito de cobardes, mientras que a las segundas se les asigna la cualidad de valientes. Sin duda, atribuciones arbitrarias y discutibles que, sin embargo, están impresas en el acervo cultural de la mayoría de las sociedades de nuestro planeta. La literatura, por ejemplo, está atestada de textos que versan sobre aquellos valientes que se enfrentan a los mayores peligros erradicando la menaza que se cierne sobre los demás mortales.
Desde que somos pequeños nos inculcan que no tener miedo es de valientes; aquel que muestra arrojo ante situaciones de riesgo siempre cuenta con el encomio popular, tal vez porque en él proyectamos al héroe que a todos nos gustaría ser. Por el contrario, mostrarse temeroso es visto como un defecto del que es mejor ocultarse.Ese precepto marca el comportamiento de muchas personas miedosas que se pasarán la vida intentando demostrar que son una cosa cuando en realidad son otra. Si éstos comprendieran y aceptaran que ser cobarde no es un defecto, sino un rasgo caracterológico como ser tozudo, gracioso o mandón, no se sentirían tan forzados a fingir. Una cosa son las fobias que no dejan vivir al que las sufre, y otra muy distinta es tener una personalidad temerosa.
En esta vida tiene que haber valientes y cobardes. Y no debemos vanagloriarnos de lo uno, ni avergonzarnos de lo otro. El valiente siempre se jacta de serlo; el cobarde jamás lo reconoce. Así que, a la pregunta que le hacía a mi amigo sobre si es necesario que los miedosos cambien, yo diría que únicamente aquellos que lo anhelen. En ese caso, deberán enfrentarse a sus miedos, a sabiendas de que, para quien realmente lo desee existen tratamientos profesionales que, en la mayoría, obtienen éxito.
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