El primer gran proyecto de Richard Rogers (Florencia, 1933) supuso una convulsión en el mundo de la arquitectura. Era una apuesta desafiante, firmada al alimón con Renzo Piano. Juntos revolucionaron el concepto de museo cuando en 1977 remataron el Centro Georges Pompidou de París. «Nuestra idea de entonces era transformar un monumento de elite en un lugar popular de intercambio social y cultural, tejido en el corazón de la ciudad», ha dicho en alguna ocasión el prestigioso urbanista británico.
Lo que no esperaban es que aquella aventura acabase con su estudio. El éxito entre la crítica fue inmediato, pero los clientes echaron el paso atrás. El estudio de Rogers y Piano dejó de recibir encargos. Y así aguantaron dos años, hasta que la sequía les obligó a cerrar.
Aquellos dos jóvenes osados a los que el stablishment dio la espalda después de su proyecto más seductor y radical, ocupan hoy la cumbre de la arquitectura mundial. Así lo acredita -aunque llueve ya sobre mojado- la medalla del Premio Pritzker 2007, dotado con 116.557 euros y convocado por la Fundación Hyatt de Chicago.
El llamado Nobel de la Arquitectura ha querido lanzar su órdago y destacar la trayectoria de uno de los escasos humanistas de la profesión, un creador que se ha mantenido 40 años a contracorriente y que huye del desmedido vedetismo de tantos otros que circulan por el exclusivo y millonario olimpo de la arquitectura internacional como pavos reales.
El urbanismo es el laboratorio social en el que Rogers vuelca sus preocupaciones, cifradas en algo tan aparentemente sencillo como proponer espacios y lugares para facilitar la convivencia, para hacer más sencilla la vida a la gente. De hecho, en su arquitectura hay una voluntad de adaptación al tiempo. En este sentido, su mejor lección la ofreció en 1984, cuando inauguró una de las obras esenciales de su ancha trayectoria en solitario, el edificio Lloyd's de Londres, un hito de finales del siglo XX, un proyecto que figura ya en los manuales como referencia imprescindible por ser el impulsor de lo que se conoció como high tech: «Los edificios deberían ser como los camaleones, capaces de cambiar e ir asimilando las tecnologías que van surgiendo; es decir, el futuro», ha comentado en alguna ocasión.
Tal es el espíritu que preside tantas de sus grandes obras. Y es el mismo que está en el corazón de la T4, la bella y controvertida ampliación del aeropuerto madrileño de Barajas, su más ambicioso proyecto en España, por el que el año pasado recibió el prestigioso Premio Stirling, el más importante en su género de cuantos se conceden en el Reino Unido, promocionado por el Royal Institute of British Architects (RIBA). «La T-4 está concebida como una construcción modular que permite ser ampliada cuando sea necesario. Así soportará los desafíos del futuro, teniendo en cuenta que es una de las puertas de acceso a Europa desde América, con una capacidad de acogida que sobrepasará la cifra de 30 millones de pasajeros al año a partir de 2010», comentó a EL MUNDO hace escasos meses.
El Nuevo Barajas goza de esa poética personal que caracteriza a los proyectos de Rogers, fundador en 1963 del estudio llamado Team 4, junto con Norman Foster y Wendy y Georgie Cheesman. Es un defensor de la claridad compositiva y de la calidez de la arquitectura, un visionario adelantado al tiempo de las ciudades que no renuncia a la estética ni a la función social de su profesión.
Pertenece a la Cámara de los Lores desde 1997, pero no pierde el compás de la calle. La arquitectura es para él una forma de política. Se enfrentó al Príncipe de Gales en defensa de lo contemporáneo. Es asesor del alcalde de Londres, Ken Livingston, más conocido como Ken el Rojo, lo fue de Joan Clos cuando éste ocupaba la alcaldía de Barcelona y también de Tony Blair hasta que el desencanto por su política provocó un distanciamiento entre ambos. «Tenemos que convencer a los mandatarios de lo necesario que es establecer un vínculo entre arquitectura y sociedad, convencer a los gobernantes de que si las ciudades no funcionan, ni siquiera merece la pena invertir en cultura, sanidad, posibilidades de trabajo o educación porque la gente terminará abandonándolas».
Estas ideas han ido siempre en paralelo a su constante investigación de las técnicas constructivas e impregnan el espíritu de su estudio londinense, Richard Rogers Partnership (RRP), donde trabaja junto a un equipo de profesionales comprometidos con su filosofía de desarrollo sostenible y equitativo. Y que rige también el ritmo de las oficinas que tiene repartidas geográficamente por el mundo: Madrid, Barcelona, Tokio y Nueva York.
Los proyectos de este gurú elegante y sabio se reparten por medio mundo. Y todos gozan de ese sello inconfundible de su lenguaje insomne: pura energía reforzada por el entusiasmo futurista de sus convicciones. Algunos de sus trabajos de la última década resumen bien la acertada y necesaria apuesta que desarrolla, su efervescente madurez en marcha: la sede de Channel 4 Television (1994) y la Cúpula del Milenio (1999), en Londres; el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en Estrasburgo (1995); el Palacio de Justicia de Amberes (2005); la Asamblea Nacional de Gales (2005); y la Torre 3 de la Zona Cero, en el 175 de Greenwich Street, un elegante rascacielos de 71 plantas.
El jurado de esta edición del Premio Pritzker denomina «humanista» a Rogers y destaca que «nos recuerda que la arquitectura es el arte de mayor calado social y a través de su larga e innovadora carrera nos enseña que el papel más importante de un arquitecto es el de impulsar la ciudadanía». Exacto.