M. R.. Corresponsal
El nerviosismo de los portavoces comunitarios y su política de no hacer declaraciones recordaba ayer a los veteranos de Bruselas a la actitud de la Comisión Santer cuando salieron a la luz los primeros casos de falta de control. Ahora hay tres acusados y sólo dos trabajan para la UE, pero la palabra corrupción inquieta a cualquier comisión.
Es difícil que se repita el drama del 15 de marzo de 1999, cuando los 20 comisarios encabezados por el luxemburgués Jacques Santer dimitieron tras un informe de un comité independiente que aseguraba que las irregularidades eran generalizadas y nadie quería asumir su responsabilidad. El escándalo estalló cuando la comisaria Edith Cresson nombró a su dentista y amigo para asesorarla y defendió que la suya era una práctica común en la Administración pública de la UE. «Se está convirtiendo en difícil encontrar a alguien que tenga el más remoto sentido de la responsabilidad», dijo entonces el panel.
Para evitar los abusos de los 90, la Comisión de Romano Prodi instauró un nuevo sistema de control, aunque tampoco aprendió a reaccionar. En 2003, se publicó que Eurostat, la agencia estadística de la UE, había llevado una doble contabilidad y que altos cargos se encargaban de desviar millones de euros a cuentas no oficiales para escapar a la supervisión. Tras la reprobación de varios funcionarios y su cambio de puesto, el caso se quedó en el limbo.
Ahora, la Comisión Barroso repite que rige la «tolerancia cero» y las instituciones son más suspicaces con sus contratos. Así, el año pasado, el Parlamento Europeo descubrió que ha estado pagando un sobreprecio en el alquiler de uno de sus edificios en Estrasburgo. La Eurocámara aún investiga una estafa de millones de euros durante décadas y considera que el Ayuntamiento de Estrasburgo le ha cobrado al menos tres millones de euros anuales más de lo que debía.
La máquina comunitaria sigue cada vez más de cerca la vida diaria de su muy bien pagado personal. Por ejemplo, para los funcionarios del Consejo de la UE, rige la prohibición de pasar facturas por comidas de trabajo si son con miembros de otras instituciones europeas (aunque éstas sean, en realidad, la mayoría). Además, a la hora de justificar los gastos de un almuerzo laboral, el invitado tiene que firmar la cuenta para atestiguar que ése ha sido un encuentro profesional. Algunos eurócratas se quejan, de hecho, de que la reacción ha sido extrema para los detalles más nimios, mientras que el control de quien maneja millones de euros sigue inalterado.
Lo que ha cambiado poco es la capacidad para reaccionar o facilitar información frente a cada irregularidad. La Comisión de José Manuel Durao Barroso ha salido del paso con su política del silencio de algún incidente, como el idilio del comisario de Industria, Günther Verheugen, con su jefa de Gabinete y el debate sobre si la nombró cuando ya era su novia.
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