Sobre el himno nacional español, como sobre tantas cosas que nos atañen, y si es que el tema interesa, habría que hablar claro y sin miedo, en vez de dar, unos y otros, puñaladas y codazos por detrás, basados todos en un mal rollito y en una doble moral: la derecha sabe que el himno no gusta a la izquierda, y por eso lo utiliza, y la izquierda reprocha a la derecha que lo acapare, pero no acaba de decir que no le gusta.
Estaba en Francia cuando Ségolène Royal, sin duda espoleada por el intento monopolista de Sarkozy, introdujo, y por partida triple, el canto de La Marsellesa en uno de sus mítines. Lo ví y lo escuché por la televisión, y, claro, La Marsellesa, puestos a cantar un himno, es la pera.
Pero el himno nacional español no es la pera. Es el himno que varias generaciones de españoles tenemos grabado en la cabeza como el himno de Franco y del franquismo, el himno que oíamos en la tele cuando los desfiles y las inauguraciones de pantanos, el himno que sonaba al final de una procesión o al principio de una corrida (de toros, se entiende), el himno que cantábamos a la fuerza en el patio del colegio durante la clase de gimnasia -¡fíjate!- o en las aulas cuando al profesor de Formación del Espíritu Nacional (FEN) se le iba la olla.
No es plan. Se adoptó como himno constitucional en un momento en que, para el gran pacto de la Transición y en aras de la paz social que hiciera posible el paso a la democracia, se miraba de reojo al Ejército y se miraba de reojo a unos todavía pujantes restos del franquismo. Se dijo: de acuerdo, tragamos, mejor no liarla ahora. Pero ese himno no trae buenos recuerdos a muchos españoles y les suena a chino a los más jóvenes. ¿Qué hacer?
Es un problema gordo, si es que el himno nacional es un problema. Puede no serlo y puede serlo. El Himno de Riego era el himno constitucional de la República, pero lo cierto es que es un himno desconocido para la mayoría, un himno no incardinado, por razones obvias, ni en la memoria ni en el sentimiento de la mayoría de los españoles.
Es verdad que en una gran manifestación deportiva, y poco más, allí donde aflora el sentimiento de pertenencia unido a la idea del combate incruento contra otro, el actual himno nacional sirve someramente -hasta la izquierda futbolera puede tener un momento débil- para ensanchar el pecho y ponerse al ataque. Pero no cuela mucho más allá, aunque el personal lo respete y respete al Rey o al presidente de turno si es que están en la tribuna y no queda más remedio.
Esta es la verdad. La pura verdad. Ahora, va y dí tú que hay que cambiar el himno nacional. Se monta el pollo. Unos, porque pasan ampliamente de himnos. Otros, porque ni de broma quieren cambiar éste (que duele). Otros más, porque, de cambiarlo, quieren el de Riego (que duele a otros). Bueno, pues no tenemos una Marsellesa, este himno no gusta a todos ni será el de todos a pleno pulmón, así que... ustedes mismos. Allons enfants...!