MARTIN PRIETO
En nuestros libros de caballería se leía que por un clavo se perdió una armadura, por una herradura se perdió un caballo, y por un caballo se perdió un caballero. Es una exigencia algo onírica de tener las cosas a punto y no ceder nada sujeto a la improvisación.
Pero el café ya no es exactamente el clavo. El ex presidente Adolfo Suárez trasegó en La Mocloa hectómetros de café sin que, creo, supiera nunca su precio. En estas puntillosidades les gana de sobrado a todos don Juan Negrín, primer ministro de la II República, quien con los cafés consumía las aspirinas por tubo y las pagaba a toca teja al mandadero presidencial.
El de la pregunta del precio del café era un infiltrado, porque se atrevió a replicar y además tenía cara de mihura en mala tarde. ¿Pero se han fijado ustedes en la unánime cara de mala leche de todos los varones y bastantes mujeres que le hacían de público al presidente Zapatero? Muy mal formato, peor copiado del de Francia. Muchos presidentes acuden de vez en cuando a una escuela a charlar con los alumnos y mostrarles los secretos. Rodríguez Zapatero se mostró feliz ante una clase de párvulos, sensación acentuada por su confianzudo tuteo mientras los demás le trataban de usted.
Ségolène Royal, candidata a la Presidencia francesa por el socialismo canta La Marsellesa y ondea la bandera mientras a ZP le ponen unos tonos rojos y azules como si quisieran cazar la bandera francesa y no le saliera. Tampoco les hubiera pasado nada a los del invento si hubieran colocado junto al atril una bandera de España. El público preseleccionado formulaba preguntas interesantes y hasta inquietantes pero eran rápidamente despachadas por el presidente sin límite de tiempo, obviadas y tratadas en general como una clase de educación cívica a unos mamoncetes.
El café no es moneda de cambio; tendría que haberle preguntado por el valor de una caña y un pincho de tortilla o uno de esos bocadillos de calamares que se venden en Atocha y que son el engrudo estomacal de los más hambrientos. ZP ni siquiera contestó todas las posibles preguntas, alargándose indecorosamente en las primeras. Lorenzo Milá, trepado a un taburete como una cacatua, no tuvo nada que moderar ante la verborragia monclovita.
Tanta modernidad televisiva para quedarnos con el precio de un café. Y estaba encima aguado.
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