Hay dos episodios que en los últimos días han supuesto en nuestra opinión una burla hiriente y humillante a lo que en una democracia significa la libertad.
El primero de ellos lo ha protagonizado el Gobierno vasco, cuya portavoz reaccionó anteayer a la agresión a un dirigente del Foro Ermua con una actitud que encajaría perfectamente en un sistema totalitario. Según Miren Azkarate, los del Foro incurrieron en un «delito de contramanifestación» e «insultaron» a «personas que se concentraban cívicamente mostrando su adhesión y solidaridad al lehendakari». En primer lugar, hay que aclarar que no existe ninguna figura delictiva que se denomine «contramanifestación», que los supuestos contramanifestantes eran ocho, que no está documentado que insultaran a nadie y que, aunque el Gobierno vasco considera que fueron «a provocar», lo que estaban ejerciendo es el derecho constitucional de todo ciudadano a recurrir a la Justicia y acceder a un tribunal. Tal cosa debería ser posible sin tener que atravesar una turba de cívicos jaleadores del imputado que, casualmente, era quien debería garantizar la seguridad de todos los ciudadanos en el País Vasco, también de los que no le votan. Tanto el Gobierno vasco como el PNV han justificado al unísono la violencia contra quien disiente del que manda, una conducta que encaja a la perfección en el modus operandi de las dictaduras.
El segundo episodio lo protagoniza la Audiencia de Barcelona, que ha condenado a la Cope y al periodista Federico Jiménez Losantos a indemnizar con 60.000 euros a Carod-Rovira y Joan Puigcercós por, según reza la sentencia, «atentar contra su derecho al honor» al emitir comentarios como que ERC es «un partido parecido al fascismo», que Puigcercós es «un terrorista reciclado» y que Carod «se ha sentado con ETA para decidir dónde se atenta y dónde no, dónde se mata y dónde no».
Evidentemente, ninguno de aquéllos que celebraron la libertad de expresión de Polanco para llamar «franquistas» a Rajoy y a los manifestantes del 10-M han protestado contra esta sentencia que sí atenta contra el derecho de opinión y expresión de un periodista. Es de nuevo una muestra de un doble rasero que está por desgracia sólidamente asentado en nuestra democracia, y según el cual las acciones no son buenas o malas, legítimas o ilegítimas, por sí mismas, sino en función de la ideología de quien las lleva a cabo. Es una hipocresía impropia de una democracia que nosotros no dejaremos de denunciar.
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