José Luis Giménez-Frontín
Han sido muchos los medios de comunicación que se han hecho eco recientemente de la encuesta de una consultora sueca a 22.000 jóvenes de 17 países, para destacar algunos rasgos más destacados entre los españoles en comparación al resto de la juventud europea.Sólo por ello, el tema ya sería apasionante; pero también lo es porque revela cierta contradicción entre la realidad (de los encuestados) y su imagen (la conciencia que los encuestados tienen de sí mismos).
Hay datos muy significativos, casi todos referidos a cierta actitud hedonista ante la vida: «comer y beber bien», «gastar dinero», «busca de emociones y experiencias» (¿se refieren los informantes al sexo?, ¿por qué no mencionarlo por su nombre?) o a «descargas en Internet (categoría, apostilla La Vanguardia, en la que los adolescentes de nuestro país «prácticamente no tienen rivales en Europa», lo que por cierto ya sospechábamos ante ese millón de firmas en contra del pago de derechos de autor).Comparativamente también su «religiosidad» es bastante más baja.
Les recomiendo que se miren las encuestas no sólo por el derecho sino sobre todo por el envés. Porque pueden enmascarar hechos obvios -y sus causas obvias- y porque suelen ser reflejo de falta de lucidez de los encuestados sobre su propia realidad. ¿O es que alguien piensa que una rigurosa encuesta realizada en El Ejido días antes, o después, del linchamiento de norteafricanos habría testimoniado la menor conciencia de racismo? La evidencia de una falta de autoconocimiento es, en efecto, sumamente significativa, pero debe ser detectada por buenos sociólogos, o no sirve más que para seguir alimentando falsas conciencias. Veamos, por ejemplo, algún enigma: el país con uno de los índices europeos más altos de fracaso escolar, más bajos en cuanto a dominio de idiomas y a patentes, con el funcionariado como meta profesional, y en el que es habitual que los jóvenes vivan en el domicilio paterno pasada la treintena, la juventud (en un 82%) afirma poseer «espíritu emprendedor» y perseguir su libertad como individuos. Hay algo ahí que chirría (además de la evidente existencia de contratos basura y de la falta de vivienda económica, una falta que también se da en otros países altamente industrializados en los que los jóvenes suelen independizarse, a la mayoría de edad legal, con todas las incómodas consecuencias).
No me cabe duda de que mi generación elaboró dislates diferentes, pero en el fondo comparables, en su falta de lucidez sobre sí misma, sus creencias y sus comportamientos; también creo intuir en qué ámbitos de la realidad lo tuvo más difícil (la vida social era muy agresivamente puritana) y en cuáles más fácil (entre éstos, el de una oferta laboral acorde a una economía en eclosión y a una demografía relativamente baja). Sospecho, pues, que lo que más caracteriza al ser humano es su rechazo a asumir un grado excesivo de realidad y su necesidad, de generación en generación, de volver a descubrir el Mediterráneo.
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