ROGER BERNAT
No se trata de mis amigos. Se trata de hacerlo por sorteo. Por ejemplo, coger el listín telefónico y, al azar, llamar a algunos números. Quedarían fuera los que no usan teléfono, pero por una vez sería una buena aproximación. Entonces pediría a quien descolgara que se hiciera cargo de este artículo de EL MUNDO. Unos 3.600, algo más de un folio, y temática cultural. A cambio les transferiría los 150 euros que me paga este diario. O, mejor todavía, para que los que tienen pánico a escribir no sufrieran, dividiría la página en cinco párrafos y pediría a cinco desconocidos que escribieran lo que quisieran. Así sabríamos qué es lo que nuestros conciudadanos desean decir en voz alta. Piense que, por casualidad, le hago esta propuesta a usted. ¿Qué contaría? ¿Qué pensamiento desearía compartir con los demás lectores? Por mi parte, prometo que no habría censura, ni siquiera la de la corrección ortográfica.Y, por mi experiencia, puedo decir que este diario tampoco se entromete en la opinión de sus colaboradores. ¿Está usted preparado?
¿Y si esta misma propuesta la trasladáramos a nuestro sistema democrático? En lugar de ir a votar cada cierto tiempo a nuestros representantes, organizaríamos un gran sorteo. De entre todas las personas con edad y salud suficientes, saldrían escogidas las que tendrían que ocupar los asientos del Congreso, Parlamentos y Ayuntamientos de España. Le podría tocar a cualquiera y, por tanto, cualquiera podría acabar siendo Presidente de la Nación o Alcalde de la Ciudad. No haría falta formar parte de una elite económica o cultural para hacerse con los puestos de poder y perpetuarse en ellos a través del sistema de partidos. Sería todo mucho más sencillo. Y democrático.
De esta manera sí conseguiríamos que el poder estuviera en manos del pueblo. Ahora, como todos hemos intuido, el poder está en manos de una oligarquía que, si bien se llena la boca hablando de democracia, luego difícilmente es capaz de confiar transferir poder a la ciudadanía. La clase política se relaciona con el ciudadano como un padre que tiene un hijo disminuido. Lo escucha, lo atiende, lo lava pero no le deja decidir sobre su futuro.
Lo reconozco, al principio da un poco de vértigo imaginar esta democracia con sorteo que, por otra parte, es perfectamente plausible.Tendemos a desconfiar de nuestros vecinos. Tendemos a pensar que son más idiotas o más listos y por ambas razones incapaces de gobernarnos. Sin embargo, olvidamos que cuando dos personas se ponen a hablar no sólo comparten un idioma, sino que también comparten la voluntad de hacerlo. Un principio de colaboración por el cual casi siempre dos personas están predispuestas a comunicarse.Este mismo principio es el que hace posible la democracia: la voluntad de todos por avanzar. En una conversación se avanza construyendo significados y en la política imaginando mejores maneras de organizarnos. Pero la democracia representativa ha pervertido este don. El odio de la clase política por la democracia ha dejado de lado al grueso de los ciudadanos de los quehaceres de la política y ha profesionalizado una tarea para la cual todos hemos nacido capaces. Y el ciudadano, al haber sido considerado incompente para la política, se inhibe, se infantiliza, se atonta.
Imaginen el Congreso de los Diputados formado por 350 personas escogidas al azar. Gentes de todas las edades, procedencia y condición invitadas a sentarse en semicírculo para decidir el futuro de la nación. Ya no habría partidos políticos, solamente personas que se aliarían por afinidad. Seríamos todos más responsables que los políticos del PP y, al ser dueños de nuestro futuro, más felices.
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