CARLOS BOYERO
Admito el meritorio esfuerzo físico que supone estar dos horas de pie soltándote el rollo con gente inquisitiva a la que no has visto nunca, sonreír con afable careto de circunstancia ante las preguntas esquinadas, mantener el aplomo al hacer tus comunicativos deberes. Y piensas, qué oportunidad tan excelsa para seducir, o al menos, convencer a los receptores, para tomarse el pulso a esa abstracción tan real denominada pueblo llano, para ofrecer un recital interpretativo, para que la agilidad mental y la capacidad de improvisación hagan sabrosas horas extras.
Estando tan sectariamente predispuesto para que el acorralado Zapatero me hipnotice y deseando ingenuamente que su comparecencia sirva para apaciguar a la anfetamina jauría, conquistar a los ancestralmente tibios y escépticos, convencer a la acracia de que se desvirgue en eso tan fatigoso de votar, ofrecer un poco de claridad en medio de la apocalíptica tormenta, percibo a los 10 minutos que me estoy aburriendo cantidad, la sensación de que el guión del espectáculo es rutinario.
Como sólo tuteo a la gente de confianza y el tratamiento de usted hacia los desconocidos no me sugiere distanciamiento o frialdad, sino una norma de respeto, el necesario ritual de las imprescindibles buenas maneras, me parece forzado, cansinamente político, un recurso facilón y demagogo que se dirija a sus anónimos interrogadores llamándoles de tú y por su nombre de pila, pero no aparece ninguno entre ellos que se salte el protocolo y consecuentemente prescinda del enfático «Señor presidente» y llame al timonel de la patria Pepito o Luisín.
Tampoco entiendo como puede saber de todo, incluidas las soluciones. Me encantaría en nombre de la credibilidad que ante algunos de los interrogantes el presidente hubiera puesto gesto de pasmo y contestara: «Pues de esa cuestión no tengo ni puta idea». Pero no, Zapatero sabe un huevo de todo, incluida la problemática de la remolacha. Del principio de la relatividad y del ser y la nada no le preguntaron, pero seguro que también tenía respuesta sabia y racional sobre esos temas.
Y entiendo que cualquier jefe de Estado haga apología de que España va mejor que nunca, pero tanta insistencia en repetir cada dos frases el abusivo lema (certidumbre que poseen los beneficios de los banqueros, que al fin y al cabo, también son ciudadanos españoles) acaba agotando. Me ocurre a mí, que siempre he vivido bien, por lo que deduzco que los parias y los que se mueven en el límite de la pobreza pueden acabar rompiendo el televisor. Sólo logro reírme con la definición de barriga alegre que hace una antimonárquica mosca cojonera. Y me conmueve la cría que en las últimas elecciones le exigía al boss: «No me decepciones». Que tome nota. Que cumpla sus promesas, aunque ese ingenuo deseo resulte grotesco en el lenguaje político después de ganar elecciones.
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