Viernes, 30 de marzo de 2007. Año: XVIII. Numero: 6312.
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GALERIA DE IMPRESCINDIBLES / W. SOMERSET MAUGHAM / 'El velo pintado', nuevamente, en librerías y en pantallas
Tratado de las grandes pasiones
MANUEL HIDALGO

A William Somerset Maugham le gustaba mucho introducir sus novelas con aclaraciones y consideraciones diversas. En el prólogo de A orillas del Támesis escribió: «La vida de una novela, por término medio, es de 90 días, y no hay que ser muy exigentes si conseguimos durante sólo tres meses proporcionar a los demás un poco de diversión».

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Ese diagnóstico sobre el carácter efímero de muchos libros -especialmente de aquellos escritos llamando a las puertas del éxito- resulta hoy muy actual; sin embargo, no se corresponde con el destino que, finalmente, ha tenido la obra de Maugham, que, por otra parte, enseña con sus palabras, tal vez con amarga ironía, las cartas de sus propósitos: exigencia literaria perfectamente descriptible para el logro modesto de «un poco de diversión».

No es de extrañar que, con un planteamiento semejante, la obra de Maugham nunca haya tenido el aprecio de la crítica más exigente, mientras que, en infalible correspondencia, públicos de varias generaciones la han dotado de una larga vida, lo que, a la postre, y en nuevas circunstancias, ha terminado por atraer la atención y el aprecio de los críticos más conspicuos.

El éxito masivo, las constantes adaptaciones cinematográficas y, por consiguiente, la muy desahogada y mundana posición económica de Maugham no podían entusiasmar a los más celosos guardianes de la excelencia literaria.

Las grandes pasiones humanas -el amor, el sexo, la aventura, la muerte, los viajes, los escenarios exóticos- fueron los ingredientes de un escritor -también aclamado dramaturgo- de lenguaje sencillo, gran cultivador del diálogo como elemento para facilitar la lectura, realista en la vecindad de cierto naturalismo de emociones fuertes, psicologista para eso que tanto gusta como es lo de ahondar en las profundidades sombrías del alma humana de modo que todo el mundo las entienda y se conmueva, exacto y claro en las siempre muy visuales descripciones de ambientes y paisajes, y narrador de acciones que progresan con intriga y sobresaltos en una hiperfuncionalidad de lo novelesco próxima al folletón, Maugham, emparentable con escritores como Vicente Blasco Ibáñez o Stefan Zweig, ha recuperado en España un cartel que había perdido durante varias décadas.

Muy editado y leído -y muy censurado- durante el franquismo, con el sostén permanente de su relato corto Lluvia, la reedición de El filo de la navaja en 2000 (Debate) marcó probablemente, junto a la publicación de algunos de sus muchos libros de viajes, su regreso entre nosotros. Maugham, por cierto, estuvo en España y conoció bien nuestro país. En un libro altamente recomendable, Cuadernos de un escritor (Península), resumen de miles de páginas de notas que aspiran a parecerse al Diario de Jules Renard, Maugham hace unos juicios inclementes sobre La Celestina y desprecia la pintura de Murillo y Valdés Leal.

Nacido en París en 1874, hijo de ilustre abogado y diplomático, huérfano con graves consecuencias a los ocho años, se recrió y se educó con un estricto tío inglés, cura anglicano, que le hizo la vida imposible. Estudió filosofía, arte y literatura en Heidelberg y medicina en Londres, pero, escritor desde los 15 años, colgó la bata blanca con el éxito de su primera novela.

Acomplejado por su corta estatura y por su exagerado tartamudeo, William Somerset Maugham tuvo dos largas relaciones homosexuales a lo largo de su longeva y prolífica vida -falleció a los 91 años al borde de la demencia-, la primera de ellas compatible -incompatible, en realidad- con un corto y tormentoso matrimonio con Syrie Wellcome, una mujer casada cuando su relación comenzó y con la que tuvo una hija.

Servidumbre humana (1915) es, sin duda, su novela mejor y más célebre, adaptada al cine en varias ocasiones como otros muchos de sus libros, siempre cercanos a experiencias autobiográficas o a relatos escuchados, según confesión propia, en sus intensas aventuras por todo el mundo como viajero, espía al servicio de su majestad británica o miembro -como Hemingway y Dos Passos- de los llamados Conductores de Ambulancia Literarios durante la Primera Guerra Mundial. La Segunda la pasó en Estados Unidos, trabajó en y para Hollywood y volvió después a su magnífica villa, su residencia más duradera, en la Costa Azul, junto a Niza.

Raoul Walsh (La dama de Oriente), Alfred Hitchcock (El agente secreto), William Wyler (La carta), Robert Siodmak (Luz en el alma), Lewis Milestone (Lluvia), Edmond Goulding (El filo de la navaja, Servidumbre humana) o Istvan Szàbo (Conociendo a Julia) son sólo algunos de los grandes directores que durante nueve décadas han llevado al cine las narraciones de Maugham. Y, entre ellos, también debe figurar Richard Boleslawki, que dirigió en 1934 la primera versión cinematográfica de El velo pintado, con Greta Garbo en el papel que ahora hace, y muy bien, Naomi Watts.

El velo pintado, que acaba de reeditarse en Bruguera, fue publicada por entregas en una revista. Una insulsa muchachita londinense se ve empujada a casarse con un aburrido científico que se traslada a China. Allí brota un inevitable y traumático adulterio con un hombre poco recomendable, y el marido fuerza a la mujer a elegir entre el divorcio o el desplazamiento a un agitado territorio en guerra donde, encima, la peste arrasa. En tales condiciones hostiles, la pareja inicia, por fin, un tortuoso y trágico camino hacia el conocimiento recíproco, el amor y el perdón.

John Curran ha hecho con solvencia -y varios cambios respecto al libro- una apreciable película industrial con la receta de bellos paisajes, turbias pasiones y melodramáticos acontecimientos, que tiene más valor en su primera parte, antes de que la referida y convencional receta se apodere del todo del discurso, y que se sostiene muy bien gracias a la Watts y a Edward Norton y al buen acabado de tres interesantes personajes secundarios que sazonan la acción, en especial la inesperada monja escéptica que interpreta Diana Rigg, quien fuera la chica de Los vengadores.


DOS DELANTE

NANTES I. He estado, otra vez, en Nantes, donde, desde hace 17 años, se celebra un Festival de Cine Español. Impresiona -¿y deprime?- comprobar, entre llenos diarios y en un ambiente de estudiantes, no sólo la cálida acogida hacia unas películas españolas que aquí a veces pasan desapercibidas, sino el altísimo nivel de debate y discusión.

NANTES II. O Depresión II. Mientras aquí seguimos discutiendo sobre la ley de cine, de la industria, en una ciudad como Nantes, de poco más de 200.000 habitantes, se palpa -en sus salas, en sus librerías, en la formación de la gente- lo que significa, como en toda Francia, seguir entendiendo el cine como arte y cultura abiertos a lenguajes muy distintos.

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