Joaquín Cortés
Compañía Joaquín Cortés./ Obra: Mi soledad./ Coreografía y baile: Joaquín Cortés./ Música original y letra: Antonio Carbonell, José Carbonell, Joaquín Cortés./ Vestuario: Jean Paul Gaultier./ Escenario: Teatro Gran Vía de Madrid./ Fecha: 28 de marzo.
Calificación: ***
MADRID.- La madurez es un estado de consolidación y limadura de aristas, de equilibrio de fuerzas sin necesidad de grandes cambios de carácter. En ello está nuestra estrella del flamenco con más áurea mediática y de mayor reconocimiento mundial.
Se consolida de la mejor manera: comprometido con sus raíces gitanas, equilibrando el ego con la sinceridad de mostrarse en directo y solo. Y sin que pueda decirse que su estilo es otro, hay un perfil novedoso en la propuesta escénica de esta Soledad, que se vio hace justo un año en Vista Alegre en pésimas condiciones, y cuenta los éxitos de dos años de gira mundial.
Ahora el escenario permite la cercanía y el espectáculo se estrenó con fallos irrelevantes en la luz, creada con un efecto de cueva mágica, y el sonido, muy alto pero bien ecualizado, permitió gozar de la calidad de la composición y la interpretación musical extraordinaria, aunque dentro de esa permanencia en un clímax de volumen y densidad que gusta al actual y mestizo flamenco.
Otro puntal de este espectáculo -con el que Joaquín Cortés se reconciliaba con España tras tres años de no pisar sus escenarios por sentirse maltratado- está en el vestuario de Jean Paul Gaultier. Se pudo apreciar de cerca la riqueza de diseño y el colorismo de unos trajes diversos, que desde la pasarela llegan al corazón anárquico de lo gitano, en ese campo compartido entre lo cíngaro, lo árabe y lo andaluz.
La causa romaní
Cortés comienza desnudo en el suelo, rodeado del círculo mágico que forman los músicos -las butacas de este teatro te tragan literalmente y se ve mal ese plano- como un coro clásico que le vuelca su circunstancia. Es fácil deducir que pretende representar un estado interior, desde la soledad de la reflexión. La causa romaní, de la que Cortés es embajador, se traslada a objeto del montaje y todo cuadra; es el motor de energía que le alumbra, le hace rebelarse, le encumbra y le sigue luego como a un monarca. Una de las escenas más intensas de expresión le enfrenta a él con tres mujeres que le cantan y participan como personajes de su iniciación.
A parte de las elucubraciones que cada uno se hace para buscar el sentido a lo que ve, el baile de Cortés se retiene y entretiene en buena parte del montaje, con series de expresiones de danza moderna y mezcla pasos clásicos, en un discurso preconcebido y algo débil de fuerza. Luego vienen los bailes a tumba abierta; en los de anteayer fue creciendo y asegurando su presencia.
Por entonces el tema de la soledad y el intimismo ya se ha olvidado y asistimos a un despliegue técnico del divo, lleno de zapato amplificado y con gusto a hombre orquesta. Pero con raptos entrecortados de baile hermoso, dibujos de línea y efectos magníficos. En ello surge el distintivo del artista Joaquín Cortés: con llamadas a lo folclórico y lo depurado, búsqueda de novedades, fantasía. También esa exigencia de aplauso que empalaga y hace dimitir.