Viernes, 30 de marzo de 2007. Año: XVIII. Numero: 6312.
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EL REVÉS DE LA TRAMA
La salud de la democracia
JUSTINO SINOVA

Hay muchas clases de democracia. Existe la que presume de serlo y no lo es, como la llamada popular, que disfraza así su identidad totalitaria. La Unión Soviética, ejemplo de esta especie, dejó un rastro exorbitante de víctimas, entre ellas millones de asesinados, cuyo inventario está por hacer. Es escandaloso que en las calles de España haya quien exhiba banderas de aquella tiranía con afán reivindicativo. Los dictadores se llenan la boca con alusiones a la democracia mientras reprimen la libertad, ese bien que -le decía Don Quijote a Sancho- «es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos». Bajo el paraguas del vocablo se atropellan los derechos humanos en Corea, en Cuba o en China, y exhibe el término hasta Arnaldo Otegi, quien, si un día gobernara con sus amigos etarras, construiría un sistema a semejanza de la opresión que sufrieron los rumanos en el siglo XX y del que huirían los actuales habitantes de Euskadi en tropel.

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La democracia verdadera es la parlamentaria o liberal, que conocemos en la vieja Europa, que tiene más de 200 años de existencia en Estados Unidos y que está culminando su tercera década de vida en España, bajo el imperio de la Constitución de 1978. Pero tampoco estas democracias son iguales ni pueden darse nunca por culminadas. Más bien, requieren cuidado diario y prudencia para evitar que degeneren.

Desde esta perspectiva confieso mi preocupación por deterioros advertidos de nuestro sistema. Dejemos al margen, en espera de más información, los contactos del Gobierno con terroristas que no han renunciado a las armas y fijémonos en algunas actitudes incompatibles con el respeto a los derechos individuales, piedra de toque del estilo democrático. La agresión a un miembro del Foro Ermua en plena calle es un suceso muy grave que levanta serios temores por el equilibrio de la convivencia, pero más grave aún es que el agresor no haya sido detenido por egoísmo de partido; que, salvo el PP, ningún otro partido haya condenado el suceso por aversión al agredido; que el presidente del Gobierno no haya tenido una palabra espontánea hacia la víctima y contra el matón por el mismo motivo, y que el ofendido haya sido tachado de provocador nada menos que por el Gobierno vasco, según las palabras de su portavoz. Esto de que las víctimas sean culpables de las agresiones que sufren es propio de las dictaduras. En las democracias, los culpables son los agresores. El Gobierno de Ibarretxe ha procedido como la autoridad de un régimen arbitrario que establece categorías entre sus súbditos, unos de los cuales merecen protección y otros su desprecio.

Hay otro modo de perjudicar al sistema, y en él insiste la ERC de Carod-Rovira, que, recién formado el Gobierno en el que participa, gasta tiempo y energía en su enésima maniobra para plantear la independencia de Cataluña. Ayer fue rechazada por el Parlamento autonómico, pero nadie va a devolver a los ciudadanos el tiempo perdido por sus gobernantes en escaramuzas de pasillo que debían emplear en resolver sus problemas. Una manera segura de debilitar un sistema es dedicarse desde el Gobierno a satisfacer los propios intereses en detrimento de la gestión de las necesidades de los ciudadanos.

Son dos ejemplos de acciones que perjudican la salud de la democracia. Por fortuna, la democracia tiene previsto el remedio a sus males. Empieza por el ejercicio de la libertad de expresión, que permite la denuncia de los abusos. Pero no es suficiente cuando los políticos no tienen la honradez de trabajar en lo que deben.

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