Viernes, 30 de marzo de 2007. Año: XVIII. Numero: 6312.
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 OPINION
CANELA FINA
Juan III, catorce años después
LUIS MARIA ANSON

«Lo que uno ve, en fin, es un anciano egregio, que ha pasado como una sombra de oro y silencio por la Historia, y que se incorpora hoy en el lecho del cansancio legendario para decir, con la voz noble, quebrada y oracular, las verdades del pueblo que el pueblo vive todos los días».

Ese anciano «mítico, sacrificial y sabio» de Francisco Umbral ha sido reconocido ya por todos, investigadores y políticos, historiadores y periodistas, conservadores y socialistas, ácratas y comunistas, como una de las grandes figuras del siglo XX español y uno de los hombres clave de la transición a la democracia. Si Franco alzara con sus manos la piedra de 1.500 kilos que le sepulta, se hundiría de nuevo ante la radiante democracia española, ante la libertad que el pueblo vive gozosamente, ante la juventud independiente y sin ataduras, ante el monumento que por suscripción pública se erigió a Juan III en Madrid mientras los suyos eran arrasados, ante el prestigio histórico del hombre que más odió y más villanamente persiguió. Tengo la satisfacción de que las tesis de mi libro Don Juan han sido asumidas por la media docena de historiadores prestigiosos que han publicado, en los últimos tiempos, obras sobre el hijo de Alfonso XIII y su época.

Catorce años hace que la muerte descargó de los fatigados hombros de Don Juan la tenaz mezquindad franquista y sus húmedos rencores, para encender para siempre la llama de amor viva. La justicia histórica se manifiesta de forma inexorable. Los hijos de Juan III, que murió el 1 de abril de 1993, Juan Carlos I, Doña Pilar, Doña Margarita, sus nietos, sus bisnietos, sus amigos, el pueblo llano y claro, pueden estar orgullosos de aquel hombre que lo tuvo todo y, por amor a España, lo sacrificó todo.

Pocos meses antes de morir, en un almuerzo en mi casa, Don Juan se lamentaba del espectáculo de las bodas reales en Europa y vaticinaba la quiebra de las viejas monarquías democráticas que se encuentran entre los países políticamente más libres del mundo, socialmente más justos, económicamente más desarrollados, culturalmente más progresistas.

Decía Don Juan que un príncipe heredero no puede matrimoniar con quien le dé la gana. Está bien que se case por amor, pero sin olvidar que lo más importante es que la mujer elegida sea capaz de ejercer con dignidad las funciones de reina. La soberanía nacional reside en el pueblo, no en el rey. Y el pueblo exige de las personas reales, ejemplaridad. Matrimonios desquiciados, fruto a veces de un capricho circunstancial, sobre los que la televisión pone su lupa devastadora, fragilizarán inevitablemente a las monarquías europeas. Esto lo decía Don Juan hace 15 años, a la vista de lo que ocurría entonces en Europa. Si viviera hoy, contemplaría con su larga mirada sabia la deteriorada situación actual en algunas cortes europeas, pero se sentiría satisfecho del acierto del Príncipe de Asturias al elegir como esposa a una mujer inteligente y culta, con gran sentido de la responsabilidad, capaz de desempeñar en el futuro, al servicio del bien común de los españoles, el difícil papel de reina.

Catorce años después de su muerte, en fin, la Historia ha colocado en su sitio a Juan III, que descansa en el Panteón de Reyes del Monasterio de El Escorial. Es uno de los grandes españoles del siglo XX. Durante 40 años, hizo frente a la dictadura de Franco y gracias a su firmeza, primero, y a su abnegada generosidad, después, fue posible en España la Monarquía constitucional, la Monarquía de todos, es decir, la contraria de la que Franco estableció en los principios fundamentales de su dictadura.

Para ejemplo y enseñanza, en fin, de algunos príncipes europeos, Don Juan conocía el peso abrumador de la Corona y sabía que Quevedo tenía razón, «que el reinar es tarea, que los cetros piden más sudor que los arados, y sudor teñido de las venas; que la Corona es el peso molesto que fatiga los hombros del alma primero que las fuerzas del cuerpo; que los palacios para el príncipe ocioso son sepulcros de una vida muerta, y para el que atiende son patíbulos de una muerte viva; lo afirman las gloriosas memorias de aquellos esclarecidos príncipes que no mancharon sus recordaciones contando entre su edad coronada alguna hora sin trabajo».

Luis María Anson es miembro de la Real Academia Española.

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