Como era previsible desde el comienzo del debate, todo quedó en nada y el Parlamento catalán rechazó ayer por amplia mayoría la propuesta de ERC que abogaba por el reconocimiento del derecho de autodeterminación de Cataluña si el Tribunal Constitucional invalida artículos importantes del Estatuto aprobado en junio.
Por decirlo con una metáfora, hemos asistido estos días a un debate preventivo en el que las dos formaciones nacionalistas, CiU y ERC, han hecho un verdadero ejercicio de anticipación al discutir las consecuencias de una decisión que, como muy pronto, será adoptada por el Constitucional a finales de año.
CiU y ERC han rivalizado en demostraciones de nacionalismo, que al final se han quedado en pura retórica porque los líderes de ambos partidos sabían de antemano que sus mociones no podían prosperar. Joan Ridao, portavoz de ERC, enmarcó su propuesta como una especie de «plan B» ante un eventual recorte del Estatuto, un planteamiento que contaba con el rechazo de Montilla y el PSC, su principal socio de Gobierno.
Artur Mas, líder de CiU, jugó a desbordar a ERC y presentó a última hora una enmienda para celebrar un referéndum sobre el derecho de autodeterminación de Cataluña, que tuvo que retirar al no tener ningún apoyo, mientras que la de la formación de Carod-Rovira -muy similar- era rechazada en votación.
Montilla ha sido el gran perdedor de este debate en el que se ha podido visualizar la falta de cohesión del Gobierno y la deslealtad de ERC, dispuesta a cambiar de alianza si CiU aceptaba sus condiciones.
La estrategia oportunista de los socios de Montilla ha servido para poner en evidencia la tremenda fragilidad de este nuevo Gobierno, que es más fruto de la aritmética parlamentaria que de un proyecto político que brilla por su ausencia.
ERC ha querido demostrar al presidente de la Generalitat que su lealtad no es incondicional, que tendrá que pagar un precio político si quiere evitar una ruptura tras las próximas elecciones municipales. Y si sus amenazas se han quedado en un simple amago ha sido porque el propio Carod-Rovira ha apaciguado al ala más radical de su partido y ha dado garantías a Montilla de que ERC seguirá apoyando al Gobierno.
Artur Mas acusó de «irracionalidad absoluta» a ERC por intentar hacer un cambalache con el derecho de autodeterminación. No le falta razón, pero su partido también se quiso subir al mismo carro para no dar la impresión de que su nacionalismo era menos entusiasta que el de sus adversarios.
Si el debate de estos días ha servido para algo, es para poner en evidencia la frivolidad de la clase dirigente catalana, cada vez más obsesionada por la cuestión de las señas de identidad. Ello agudiza el distanciamiento de unos ciudadanos que expresan unas inquietudes que nada tienen que ver con la agenda política que marcan los principales partidos, enquistados en sus luchas en clave de poder.