La gran poeta cubana Dulce María Loynaz empeñó el tiempo de silencio impuesto por el régimen de Cuba para emprender una defensa sin tregua por salvaguardar y proteger la lengua española
Martes
Las flores negras de Flórez
Desde 1923 está bajo la tierra y la hierba de Usiacurí, Colombia, hecho polvo, en la nada y el silencio. Lo sobrevive y aparece hoy en una estación de radio y mañana en una antología, es la poesía de amor y locura que escribió en la travesía de una bohemia que parecía que no tendría final. Una aventura que Julio Flórez emprendió con guitarras, rones y crucifijos y lo llevó, de ida y vuelta, a la cantina, al campo de batalla y al exilio.
Las canciones que suenan todavía, como Mis flores negras (interpretada, entre otros, por Carlos Gardel), El reto, Boda negra o Resurrecciones, tienen su compromiso de sangre con una sensibilidad morbosa, lacrimógena, profesionalmente triste. Una transnacional del sufrimiento que tiene su casa central y todas las sucursales en las regiones más primitivas del continente americano.
Flórez, una víctima y un gozador de altos quilates, un adelantado del tormento, caballero del hambre y el dolor, aparece en algunos de sus esbozos biográficos y en ciertos estudios sobre su obra como el último becqueriano. En realidad fue un hombre que prolongó la agonía del romanticismo y arrastró por Venezuela, Colombia, México, Cuba, Francia y España los fantasmas de Victor Hugo y Gustavo Adolfo Bécquer, como unos trofeos entrañables que consideraba parte de su patrimonio familiar.
El poeta, nacido en 1867, en Chiquinquirá, se formó en una rígida educación religiosa, ceñido a los 10 barrotes de los Mandamientos. Esa filosofía derramada sobre la cabeza de Flórez produjo, a lo largo de su vida, la permanente candela azulada de los cortocircuitos en su encuentro con la naturaleza liberal, democrática y abierta del colombiano. Un tipo alerta, de buen oído y con muy buena disposición para las contingencias de la carne.
Le tocó actuar y respirar en un tiempo confuso y peligroso de la Historia de su país, y cantó ese tiempo y las angustias de sus contemporáneos. Lo cantó desde la tertulia de La gruta simbólica, o desde las barras, en las serenatas y fiestas de artistas. Pero lo hizo. La perfección y la altura, los valores reales de su obra, se pueden poner en duda y someterse otra vez a las sagacidades y escrúpulos de los críticos.
Nadie niega que fue el escritor más popular y querido por los colombianos. Amado, admirado hasta la devoción por quienes compartieron con él las emociones, los miedos y las alegrías de esa época.
Estuvo, cómo no, en la cárcel, lo persiguieron por sus ideas políticas, lo amenazaron para que se fuera de su país y se tuvo que ir. Se le acusó en público de sacrílego, apóstata y blasfemo y, como pasa siempre en estos circos pobres, en las telenovelas y en las malas películas, al final, Flórez se enamoró, se casó y tuvo cinco hijos. Se retiró a vivir a una granja.
Allá fueron a buscarlo. Para dejarlo morir y que pudiera irse tranquilo con el destino de sus hijos, Flórez tendría que arrepentirse de todos sus pecados. Debía volver a ser un hombre bueno, enfermo de muerte, pero bueno. Con la cara deforme y fiebres altas y la poesía escondida, negada a sentarse a la mesa de noche, pero un buen hombre, con el sacramento del matrimonio. Además tenía que bautizar a los niños, confesarse, comulgar, arrepentirse y guardar su vidita disipada y revuelta en el nudo de corazón de la corbata.
Entonces, una comisión de funcionarios del Gobierno llegó a su casa y le entregó su título de Poeta Nacional de Colombia. Era el mediodía del 14 de enero de 1923; el 7 de febrero amaneció muerto Julio Flórez.
El escritor dejó sus poemas en estos libros: Horas, Cardos y lirios, Manojo de zarzas, Fronda lírica, Oro y ébano, Cesta de lotos y Mi retiro y otros poemas.
Poesía de la desesperanza, el drama, la agonía de vivir y el desencanto. Con versos muchas veces descuidados, Flórez asume la voz de los perdedores y propone un himno para celebrar todas las derrotas. Aquí tienen cuatro versos como prueba: «Algo se muere en mí todos los días;/ la hora que se aleja me arrebata,/ del tiempo en la insonora catarata,/ salud, amor, ensueño y alegría».
Jueves
La Academia era ella
El té se servía claro y tibio. Los jueves, a las tres de la tarde, en el salón de la biblioteca de la casa de la escritora Dulce María Loynaz. Sentados a la mesa, los académicos debatían, por ejemplo, si las palabras mofuco, iriampo y ñampio podían recibir suficiente lustre para que se entendieran en español como equivalentes de brebaje, alimento y muerto.
La Loynaz entró en la Academia de la Lengua Española en 1959 y presidió, hasta su muerte, en 1997, la filial cubana de esa institución. En aquel país la Academia era ella. Ella y su casa de la discreta loma de El Vedado donde encontraron sombra y afecto Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca, Luis Rosales, Rafael Alberti y Gabriela Mistral.
En el salón de lujo en bancarrota, conversaba un grupo pequeño de intelectuales, empeñados en salvar el idioma de la marea de frases cortadas, siglas y reducciones que se pedían prestadas a los manuales del ejército y coronaban las primeras planas de los diarios y trataban de introducirse en los solares y las calles.
Presidía la señora Loynaz, sola, con sus versos un poco infantiles atascados en otra noción de la belleza y su amor por el castellano. Atrapada en un huracán (¿aceptamos este fonema de los indios?) y en sus fidelidades a una cultura que le tenía que poner tapias y abismos a todo lo que no viniera de la lengua viva de la gente. Bajo el solazo de agosto, protegidos por las ráfagas intermitentes de un ventilador Westinghouse -tembloroso, con una de las paletas forrada con esparadrapo- preocupados por si amigo, con toda su hondura, se puede sustituir por yunta, panga o por ecobio.
Así durante cuatro décadas, como unos náufragos dentro de la casona desarbolada que perdía el jardín y las ventanas, mientras la Loynaz le preguntaba a sus amigos que traían las expresiones callejeras si en otros rumbos del español se podía comprender que despacharse con el cucharón de El Bebo viene a ser casi lo mismo que «entrar por la puerta grande».
La poeta (odiaba que le dijeran poetisa) apuntaba con curiosidad y, no sabremos ya si con preocupación, que allá afuera a la casa se le decía gao; barretín o candanga a una disputa de vecinos; tanque a la cárcel; rufa a los ómnibus; lagarto a la cerveza; venao a una prostituta; jeva a la novia y fula a los dólares.
El caso es que ella y sus compinches silenciosos (uno de ellos, el poeta Manolo Díaz Martínez, vive hace años exiliado en España) se pasaron todo ese tiempo al servicio de la Academia, sin agentes de prensa, en lo oscuro, con sólo el resplandor de sus trabajos y la certeza de que ayudaban a resguardar las raíces y la pureza del idioma que hablaban y escribían.
He querido recordar ahora -en medio de estos nuevos aires del español- a Dulce María Loynaz porque ella defendió como nadie esta lengua cuando en su país José se pronunciaba Yuri. Porque desde la terraza de su casa asediada ayudó a comprender a mucha gente que las palabra patria, país y nación no pueden ser sinónimos de ningún nombre propio.