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Lo mejor para ser engañado es considerarse más listo que los demás (La Rochefoucauld) |
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SIN ANTIDOPING |
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El tango oscuro de Maradona |
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ANTONIO LUCAS
En Buenos Aires se detuvieron los relojes blandos del mundo: Maradona volvía a pisar quirófanos de cloroformo. Este dios, rentista de su propia gloria, se ha convertido en una cariátide del exceso. Hay seres que no se han recuperado jamás del triunfo, de la violencia del triunfo. Lo que nos gusta de El Pelusa es su leyenda entre la lluvia y el barro, su ímpetu chabolista e iluminado, su desobediencia. A estas alturas del fracaso hablamos de un hombre que es la épica de sí mismo. El dopaje de su leyenda se lo ha ido echando a paladas en la nariz, y el genio sideral ha encogido hasta quedarse en la miniatura del excéntrico alterado. Aun así, queremos tanto a Maradona, por decirlo a la manera de Cortázar. Sin saberlo está en los aleros del malditismo, de la feliz inadaptación, porque la vida es ya muy poco o lo poco que queda de vida no es más intensa que una tarde frente al televisor viendo vídeos de sí mismo y firmando autógrafos al mayordomo, por no perder la costumbre.
Todo el misterio de Maradona nace del parchís de sus patas, igual que la divisa extraterrestre del gran Houdini era un soplo de aire colgando cuando la azafata abría el cajón y allí no había nadie.
Lo más trágico -queremos decir lo más patético- del Diego es el afán por enlucir el naufragio y dar titanlux a su tango oscuro. Es un maldito de la mejor estirpe al que han fallado los amigos, los mánagers, las locazas, el camello y hasta el barman, que últimamente, dicen, le masajea el hígado con garrafón. De todo esto Maradona no saca conclusiones, porque las divinidades malditas no tienen más conclusión que su propio existir en dirección contraria. Y no las vamos a sacar nosotros por él, de eso ya se encargan los pajes y las sanguijuelas que le suben sangre arriba hasta el monedero.
Pensamos en El Pelusa como si le rezáramos, más allá de su feligresía abducida. Este rey biónico del fútbol tiene el corazón a medio gas y estucado de coca, un by pass intestinal y otros cachivaches por ahí incrustados. Pero el Diego pisa un campo de fútbol y es como si Mozart bajara a dar lecciones de solfeo. La misma genialidad, igual tristeza detrás del eco del aplauso. Pues son, esencialmente, criaturas condenadas a la soledad y a la madrugada, al insomnio, al desvelo, al traspiés, a la cazalla disfrazada de champán, al suicidio por desgaste. Nunca le he oído decir nada interesante, pero tiene infierno, que es como decir de un flamenco que tiene duende. Hace unos años le dio el punto insurgente y se tatuó al Ché en un bíceps. De las soflamas revolucionarias ha pasado al DYC con Coca-Cola sin descompresión previa. Es el Borges del fútbol, el luminoso fingidor, el ficcionista, cruzado con unas gotas de Antonio Porchia, o mejor, con algunas iluminaciones de Antonio Porchia, se me ocurre: «A veces, de noche, enciendo la luz para no ver mi propia oscuridad».
Cuentan que el golf le alivió los meses de su octava recaída (vamos por la enésima). En Madrid, Esperanza Aguirre nos ha abierto unos hoyos en el centro de la ciudad, ahí donde debiera haber un parque. Vente, pibe, nos hacemos un green (allí donde debiera haber un parque, ¿lo he dicho ya?) y si la cosa se pone chunga nos lanzamos al Cock de perdidos, a seguir en la onda, por no defraudar.
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