Sábado, 31 de marzo de 2007. Año: XVIII. Numero: 6313.
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Los vecinos aseguraron que era una persona normal
ARCADI ESPADA

Querido J:

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Acabé de leer hace unas horas el libro de Ian Buruma sobre la muerte de Theo van Gogh y el estado de la libertad en Holanda, que ha traducido rápida y eficazmente la editorial Debate. Presenta las habituales hechuras del mejor periodismo anglosajón. Claro, objetivo y meditado, pero ya te avanzo que tiene algo que me resulta desagradable. Pascal Bruckner, Christopher Hitchens y varios otros se han referido a él críticamente (y Timothy Garton Ash ha salido en su defensa), abriendo una polémica que ha recorrido (casi) toda Europa. Acusan a Buruma de relativismo cultural y de desvirtuar el heroico compromiso de personas como Ayaan Hirsi y el propio Van Gogh. Puede que estas críticas, en algunas de sus versiones más feroces, tengan un punto de exageración. Y son difíciles de justificar in texto, porque Buruma es generalmente cuidadoso, a salvo de algún fragmento, como el que dedica al barrio rojo de Amsterdam, donde, acosado de repente por una subida de tensión espiritualista, asocia con muy reaccionaria sutileza el sometimiento prostibulario de la mujer con el que padece en los países islámicos. Sin embargo, el problema del punto de vista del escritor no debe reducirse a sus decaimientos relativistas o sus apreciaciones sobre el carácter fundamentalista y provocador de Hirsi y Van Gogh. Es algo más complejo y trataré de explicártelo.

En primer lugar, y como núcleo de sus propuestas persuasivas, el autor cree que Holanda debe darles un hogar (y sobre todo un calor de hogar) a los inmigrantes islámicos. Con un punto de dramático redondeo literato acaba así su libro: «Lo que aconteció en este pequeño rincón del noroeste de Europa podría suceder en cualquier otro lugar, mientras algunos jóvenes, hombres y mujeres, consideren que la muerte es la única vía para regresar al hogar». Metáforas al margen, se trata de un planteamiento idealista. Si es que hay hogar, y si es que un país puede ser un hogar, el emigrante partió de él. El camino que hizo hasta llegar a otro país es un rasgo de su psicología que le acompañará siempre. Este rasgo se manifestará a veces en forma melancólica respecto del pasado; otras con desprecio: pero el hogar perdido sólo desaparecerá, precisamente, con la muerte. No hay una política pública capaz de subsanar esta brecha originaria. Un inmigrante es un Hogar perdido y a ninguna Holanda pueden pedírsele otras cuentas que la aplicación, al caso que nos ocupa, del valor estructural de la sociedad democrática; es decir, la igualdad ante la ley, que es, por cierto, de donde se desprende el cariño de mayor calidad y eficacia.

Como le sucede a tantos ensayistas, Buruma, y es pecado no venial en tierra de Spinoza, no incluye tampoco en este punto, ni aun como hipótesis, las cláusulas de la naturaleza humana. Hace algunas semanas, en Alicante, el profesor Roberto Gallego presentó ante mí, y otros muchos, las conclusiones de algunos estudios que demuestran cómo la amígdala cerebral se activa ante la irrupción del Otro igual que lo hace en presencia de una serpiente o una araña, animales especialmente aversivos para el hombre. El Otro puede ser un Negro o un Blanco. O una peculiar manera de hablar la misma lengua. O un Islamista. O un Holandés. Quiero decirte que la naturaleza humana también conspira contra el Hogar improvisado.

Buruma parece tener creencias que resultan algo pintorescas. Una, que lo es mucho, es su fe en el carácter holandés. Una tragedia holandesa, titula con intención sinecdótica uno de sus capítulos; pero los ejemplos son diversos. El más extremo es el que relaciona a los asesinos de Pym Fortuyn y de Van Gogh. A pesar de que el primero era (sumariamente) un fanático vegetariano izquierdista y el segundo un fanático islámico, Buruma insiste en que eran holandeses. Víctimas, casi lo explicita así, de una cierta «vociferación holandesa». Uno lee eso y percibe que pesa más el adjetivo que el sustantivo. Más le habría valido a Buruma activar su sentido común y su gusto por lo empírico, resaltando que lo más importante que Volkert van der Graaf y Mohamed Bouyeri compartían era la vociferación; es decir, el fanatismo. Tampoco habría estado de más añadir aquí, para despejar repulsivas sospechas, que el fanatismo criminal nada tiene que ver con la radicalidad que Fortuyn o Van Gogh imprimían a la defensa de sus convicciones. Lo importante y fatal, sin embargo, es que el ensayista desdeña en este punto la naturaleza humana y las recientes investigaciones sobre ella. Aunque se comprende la inercia. La literatura lleva siglos ocupándose de las ideas malignas. Pero apenas nadie escribe sobre las características biológicas de los sujetos donde prenden. El doble asesinato de Amsterdam era una ocasión excelente. Ideas malignas diferentes llevaron a una misma conclusión sobre dos víctimas hermanas. ¿Qué hay, entonces, de los sujetos? ¿No convendría relativizar el prestigio de los relatos malignos que algunos cerebros enfermos utilizan? Al fin y al cabo, siempre pueden encontrarse relatos: desde el odio a la mujer hasta la superioridad de una raza. Se me ocurre una analogía casi lacerante, pero tú sabrás disculparla. La gramática es innata, pero las lenguas son culturales. Se nace preparado para hablar, pero la lengua concreta que se acople a la gramática cerebral dependerá del grupo donde uno nazca. Bastantes neurocientíficos piensan la enfermedad de este modo. En Alicante le hice una pregunta concreta a Carlos Belmonte, el director del excelente Instituto de Neurociencias: «Psicópatas, terroristas, violadores, ¿pueden compartir una misma huella cerebral? ¿Podremos encontrarla?». Belmonte me contestó: «Aún tardaremos bastante tiempo. Pero mi hipótesis es que esa huella común existe».

No creo que la literatura de observación (¡qué magnífica expresión planiana, y qué estricto y concreto plan de vida estético sugiere!) deba renunciar a la deconstrucción de los relatos malignos para describir en exclusiva las excitaciones de la amígdala. Sin embargo, debe dejar de fantasear sobre el omnímodo poder de atracción de esos relatos, y especialmente sobre esa idée reçue, tan orteguiana e infecciosa, de que cualquier hombre puede convertirse en un bárbaro, según sea su circunstancia. Dicho con el cómico lugar común del periodismo: «Descuartizó en ocho trozos a su abuela, pero los vecinos aseguraron que era una persona normal».

Es justamente en la disección del relato maligno, es decir, en el tradicional oficio del ensayista, donde Buruma se muestra más decepcionante. Dedica muchos esfuerzos a tratar de demostrar que el relato islámico es compatible con la paz, y que los musulmanes forman una comunidad éticamente diversa. Pero detrás del asesinato de Theo Van Gogh, como detrás del 11 de Septiembre o la matanza de Madrid, está la promesa de una vida eterna. Es decir, está Dios.

Es probable que la idea de la trascendencia haya facilitado la evolución. Es incluso posible que el hombre no sepa vivir sin Religión. Pero es indiscutible que la Religión es responsable de una enorme cantidad de muerte humana. Esta evidencia describe mejor que nada la epopeya de Ayaan Hirsi, que no se libera sólo del islam, sino de la Religión. Buruma demuestra una indiferencia gélida ante el tránsito rebelde de la somalí, y estoy tentado a pensar que no puede deberse a otra causa que no sea religiosa. A la religiosidad de Buruma, quiero decir. Como ateo práctico y antirelativista me guardaré mucho de decir que todas las religiones son iguales. Y de ignorar que en nuestro tiempo ya sólo se mata en nombre de una religión. Pero cuando Buruma escribe sobre las matanzas islámicas: «Todo lo que sabemos es que asesinaron en nombre de Alá y su Profeta. Lo que resulta más difícil es explicar por qué», resulta de una ingenuidad casi conmovedora. El porqué se autorregenera siempre y después de uno viene otro. Pero entre los que explican los asesinatos islámicos, y en el núcleo de la verdad irreductible, figura éste: «Porque Alá existe y es justo y misericordioso».

Sigue con salud.

A.

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