Eduardo Lago se sienta en la mesa del capitán con un capuccino en la mano, como intentando superar la zozobra recién causada por el Premio Nacional de la Crítica en la modalidad de narrativa: «Estoy contento y agradecidísimo, pero me siento un poco aturdido ¡Con el Nadal ya tenía de sobra!».
Estamos en el Montero, trasunto de aquel otro garito, el Oakland, recordando la botadura incipiente de Llámame Brooklyn. Todos los vericuetos del libro conducen a este bar, que tiene algo de camarote varado desde hace medio siglo en un muelle imaginario, donde caben por igual las gorras de béisbol, las cornamentas de toro y las sirenitas danesas.
«El centro de la novela es la relación entre dos escritores, Gal y Néstor, y todo arrancó de una visión que tuve aquí mismo», recuerda Lago. «Cuando empecé a escribirla, yo tenía la edad del periodista joven que observaba al escritor viejo, alcoholizado, desarraigado... Al teminar de escribirla ya me iba acercando peligrosamente a la edad del mayor».
A finales de los 80, abriéndose paso entre los fantasmas de los marineros gallegos y daneses, recalaron en el Montero Eduardo Lago, Fermín Cabal, Achero Mañas y un nutrido grupo de artistas españoles. Poco o nada ha cambiado desde entonces...
Sobre la barra, como jamones oceánicos, cuelgan aún decenas de salvavidas para cuando llegue el naufragio. Las fotos amarillenas de míticos veleros rivalizan en las paredes con las estampas a tecnicolor de las rías gallegas. Inmortalizado en un ojo de buey vemos al fundador José Montero (o sea, Fank Otero) y también al personaje que inspiró a Raúl, el enano.
«Le recuerdo junto a la barra, bebiendo cervezas Budweisser en latitas pequeñas, con ese efecto rarísimo que te daba ver a un enano bebiendo en latas enanas... Aquéllo creaba una especie de espejismo y te hacía pensar que quien estaba realmente mal eras tú, que el problema estaba en su perspectiva».
Esas y muchas otras imágenes se fueron cociendo a fuego lento durante más de 15 años en la imaginación de Eduardo Lago (Melilla, 1954), que ahora bucea en las tinieblas matutinas del Montero como si fuera el capitán Nemo en los restos del Nautilus: «Fíjate, el tapete del billar es rojo: yo lo recordaba verde, como todos».
Eduardo Lago quiso llevarnos «al lugar donde nación la novela» para celebrar íntimamente y entre penumbras el Premio Nacional de la Crítica, y van cuatro (el Nadal, el Ciudad de Barcelona y el de Fundación Lara). La noticia le sorprendió en plena mudanza -de Tribeca al Village- y con el ajetreo incesante de su labor como director del Instituto Cervantes de Nueva York.
Entre manos se trae finalmente la traducción al inglés de la novela, «que se ha resistido muchísimo», después de haberla volcado ya a nueve idiomas (entre ellos, el noruego, el coreano y el hebreo). «Los americanos tienen una opacidad refractaria hacia los libros traducidos», admite. «Hay otras novelas que se traducen muy bien y con mucho éxito, yo las respeto. Pero son secuelas de El Codigo Da Vinci, que se sabe que las va a comprar la gente. Mi libro es una apuesta literaria rara, y aquí no me conoce nadie».
Aun así, le hace una ilusión muy especial publicarla aquí, «porque el 60% de la novela es americana y el 40% es española, y es una manera de rendir homenaje a Nueva York, que es mi ciudad».
Veinte años hace que llegó y nunca se acaba de marchar: «Pensaba tomarme un año sabático y marcharme a España a escribir cuando me llamaron del Cervantes... Esta ciudad decide por ti, y yo supe al año de llegar que me iba a quedar aquí mucho tiempo».
Tímido y humilde por naturaleza, poco habituado aún a «estar al otro lado de la cámara», admite que le falta tiempo para cumplir con el papel de escritor galardonado. Y luego, la presión de la segunda novela, que tendrá «una conexión oblicua» con la primera. Aunque de momento ha decidico desquitarse con una colección de cuentos que se publicará el próximo año: «Siempre me consideré un cuentista».
«Oír la lengua»
Lago admite que necesita volver de vez en cuando a España «para oír la lengua», aunque sostiene que es en Estados Unidos «donde están pasando las cosas más interesantes». «En vez de disgregarse, el español se está unificando precisamente aquí porque es el punto de encuentro de hispanohablantes de todas las partes», asegura, en su vertiente de profesor.
«El spanglish es el resultado de la fricción de dos idiomas y es otra cosa distinta, que nunca se podrá codificar. Yo me refiero a eso que está cristalizando aquí y que tiene más que ver con el proceso de Estados Unidos como país hispanohablante».
Aparte del galardón a Eduardo Lago, Julia Uceda logró el Premio Nacional de la Crítica en el apartado de poesía por Zona desconocida. El jurado que otorga en su 50 edición estos premios, que carecen de dotación económica, ha estado presidido por el crítico Miguel García-Posada y se ha reunido en Almería, donde ha hecho público su fallo.
En catalán los premiados son Eduard Márquez (narrativa) y Ponc Pons (poesía), en gallego Manuel Rivas (narrativa) y Manuel Vilanova (poesía), y en euskara Jon Alonso (narrativa) y Koldo Izaguire (poesía).