NUEVA YORK. - My sweet Lord (Mi dulce señor), una escultura de chocolate que representa a un Cristo crucificado, cataliza las iras de la comunidad católica estadounidense. La pieza, estrella de una exhibición organizada por la galería Roger Smith de Nueva York en torno a la Semana Santa, fue retirada ante los piquetes convocados por diversas asociaciones.
Consideran la talla repugnante, «un asalto a los cristianos durante la Semana Santa», en palabras de Kiera McCaffey, portavoz de la Liga Católica para los Derechos Civiles y Religiosos. La Liga había llamado a los católicos a un boicot contra el Hotel Roger Smith, cuyo propietario [James Knowels] también lo es de la galería en cuestión. Su gesticulación logró el efecto deseado. En pocas horas los principales medios daban cuenta del escándalo. Frente al retablo dogmático pocos acudieron a la cordura.
James Knowels precisó que «la respuesta a la exposición ha sido clarísima y nos ha hecho recapacitar al provocar una reacción insospechada».
Ensimismado, Knowels añadió que la decisión tomada confirma la «dignidad y responsabilidad del hotel a la hora de abordar este asunto». Sin duda entre las apuestas del pragmático Knowels no figuraba la de echar un imposible pulso a las influyentes asociaciones católicas. En la pelea entre libertad artística y cajas registradoras siempre ganan las últimas, y el hotel hubiera soportado mal un boicot en toda regla, algo que muchos daban por descontado tras escuchar a los indignados creyentes.
Su furia ha recordado la mecánica de tantos debates previos, allá donde una mezcla de mercaderes, predicadores y periodistas transforman en arma arrojadiza obras diversas.
El autor del Cristo, Cosimo Cavallaro, no ha realizado declaraciones, asustado por la violenta espiral desatada. Para Matt Semler, director creativo de la galería, Callavaro ha sido objeto de un escándalo gratuito, dirigido por «gente que no ha visto la exposición y lo que hemos hecho. Dice Semler que «han sacado conclusiones opuestas a nuestras intenciones». Sea como fuere, un viento antiguo, de persecuciones olvidadas, sopla en los sótanos de una ciudad curtida en mil batallas, donde el florecimiento de artistas heterodoxos ha provocado en el resto del país un sentimiento ambiguo, de fascinada repulsión. Nueva York soporta todavía el estigma de Babilonia moderna, o ciudad del pecado, un tópico repetido y embarazoso.
Los ujieres del pensamiento correcto, de párpado caído y brazo rápido, hablan de respeto y tolerancia, pero el Cristo de Cavallaro, que aparecía desnudo, amarrado a un cruz invisible y desprovisto de la tradicional corona de espinas, apenas si resultaba desafiante. Comparada con antiguos escándalos, su talla es naïf, casi kitsch. En cualquier caso los iconos religiosos reiventados por artistas contemporáneos siguen cebando fuegos. Si las caricaturas de Mahoma provocaron una explosión retrógrada entre los musulmanes, ahora son los católicos quienes encienden piras; si bien, dicho sea en su honor, nadie ha solicitado liquidar al creador réprobo.
Bill Donohue, líder de la Liga Católica, considera que la estatua suponía «uno de los peores ataques jamás recibidos por los católicos». Su mensaje debe valorarse junto al historial de una agrupación experta en cruzadas menores, que ya protagonizó duras polémicas con el Premio Nobel Dario Fo cuando se estrenó una de sus obras. Claro que la Liga Católica palidece, por comparación, junto a los cristanos renacidos, sección calvinista, que campan por amplios territorios de un país contradictorio como pocos.