Un cuarto de siglo ha transcurrido desde entonces, y las heridas aún sangran. Mañana se conmemora el 25º aniversario de la Guerra de Las Malvinas, uno de los episodios más controvertidos de la historia de Argentina, cuyas resonancias perduran hasta nuestros días. Las encuestas publicadas en vísperas de la efeméride coinciden en que más del 50% de los ciudadanos cree que se deben redoblar los esfuerzos por recuperar aquellas islas, ubicadas a 500 kilómetros del continente. Eso sí, por medio de un arreglo pactado y no de una cruzada delirante como aquella que enfrentó a unos jóvenes con escaso adiestramiento y armas obsoletas a una de las principales potencias bélicas de nuestra época: Gran Bretaña.
Los ex combatientes han organizado para esta ocasión una variedad de eventos: mesas de debate, marchas y muestras artísticas. Aún no era seguro que el presidente, Néstor Kirchner, encabece mañana el acto convocado por los veteranos en Ushuaia, la ciudad más austral del mundo. Se prevía un discurso suyo en el que exhortara a Tony Blair a resolver en la mesa de negociaciones un pleito que se remonta a 1833, cuando los británicos tomaron posesión del archipiélago que conforman las Malvinas, las Georgias del Sur y las islas Sandwich. Sin embargo, su temor a encontrarse con una serie de protestas de los sindicatos por problemas laborales en la zona, podría decidirle a ausentarse y ser representado por el vicepresidente.
Hoy Kirchner asiste a una misa por los caídos en la catedral de Buenos Aires, única ceremonia que contará con la presencia de altos oficiales, seleccionados entre aquellos que no formaban parte de la camarilla que asesoró al presidente de facto Leopoldo Galtieri en la desatinada campaña que costó la vida de 645 soldados argentinos y de 253 británicos. La tarde del 10 de abril de 1982, un general entrado en años asomó al balcón de Casa Rosada y cruzando los brazos sobre la pechera blindada de medallas, exclamó: «junto con las islas, Argentina ha recuperado su dignidad... Nuestros hombres están preparados para cualquier desafío que les presente el enemigo».
Una gigantesca multitud, de distintas condiciones sociales y varios signos políticos ovacionó a Galtieri desde la Plaza de Mayo. «Yo también estuve allí y ahora me avergüenzo de haber colaborado con aquellos que enviaron a nuestros chicos a morir en tierras remotas», confesó a EL MUNDO Lucas Picasso, ex militante del ala izquierdista del peronismo.
Los argentinos estaban ebrios de euforia: el día 2 de abril, una fuerza conjunta de 10.000 soldados había ocupado las Malvinas y las de Georgia del Sur casi sin encontrar resistencia de parte del destacamento militar o de los kelpers, como se conoce a los habitantes, en su mayoría escoceses, de las Malvinas. El detonante de la guerra, fue un forcejeo entre los kelpers y unos trabajadores argentinos que ingresaron al territorio insular sin pedir autorización. No había que ser un iluminado para desentrañar la verdad detrás de aquel engañoso casus belli.
La dictadura, instaurada a sangre y fuego en 1976, se encontraba en avanzado estado de descomposición. La inflación se había disparado lo mismo que los índices de cesantía. El informe, publicado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en 1979, daba cuenta de las atrocidades cometidas por un régimen que se preciaba de defender los valores del cristianismo. Poco antes del inicio de las hostilidades, la Confederación General del Trabajo (CGT) organizó una manifestación de repudio a los represores, en la misma Plaza de Mayo.
Los esclavos comenzaban a perder el miedo y a menos que se les ofreciera un reality show con amplio reparto de extras descartables, terminarían por alzarse contra sus amos. Galtieri y sus asesores eran concientes de la superioridad británica pero no entraba en sus cálculos que Margaret Thatcher estuviera dispuesta a romper lanzas por una minúscula posesión de ultramar. La respuesta de la Dama de Hierro los dejó pasmados. El 3 de abril una fuerza expedicionaria zarpó del puerto de Plymouth rumbo al oeste y cuatro días más tarde estableció un bloqueo naval en torno a las islas. El 25 de abril, el teniente de navío Alfredo Astiz, un sádico torturador, se rindió sin disparar un tiro a los infantes de Marina que desembarcaron en las Georgias. No era lo mismo secuestrar y asesinar a dos monjitas francesas (uno de los crímenes que se le imputan) que combatir una guerra en regla.
Ante la inminencia de la derrota, Galtieri pidió al presidente Ronald Reagan, que interviniera personalmente a fin de imponer una tregua. El caballero andante de la causa anticomunista no podía negarle ese favor, así pensaba el fatuo general, a uno de sus más fieles escuderos. La súplica cayó en oídos sordos: el 4 de junio, los representantes de Estados Unidos y de Reino Unido vetaron la resolución de alto el fuego que se debatía en el Consejo de Seguridad de la ONU. El arribo de Juan Pablo II a Buenos Aires encendió una luz de esperanza en las trincheras argentinas, donde comenzaba a propagarse el tifus y, desde hace tiempo, la desmoralización. Pero las oraciones del Papa no detuvieron el avance de los comandos británicos que el 13 de junio rompieron las últimas defensas y fueron recibidos con júbilo por los civiles que arrancaron el letrero que designaba a la ciudad como Puerto Argentino y restituyeron el de Port Stanley. El 14 de junio, el gobernador argentino de las Malvinas, el general Mario Menéndez, firmaba el acta de rendición ante su homólogo Jeremy Moore. Lívido y envejecido, el general Leopoldo Galtieri leyó por radio un comunicado en el que admitía la derrota en tanto que en las calles, los manifestantes, desconsolados, reclamaban su renuncia. Al mes siguiente, Galtieri entregó el bastón de mando al general Bignone, comisionado por los mandos castrenses para organizar la transición hacia la democracia. Con el rabo entre las piernas, los emisarios del dios Marte se replegaron a sus cuarteles.